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lunes, 22 de noviembre de 2021

Asesorar, defender y juzgar como prácticas sociales distintas a la práctica científica del derecho


El presente ensayo marca una ruta académica distinta, intencionadamente discordante con las ideas dominantes, pues pretende alborotar el avispero, y espera realmente —con honestidad intelectual— un alegato de defensa de los representantes de las ideas que recusa. Se ha escrito con algo de miedo frente a la intolerancia, pero, ahí va ¡Disfrútenlo!


Me pregunto si existe entre nosotros, algún estudiante de derecho, algún abogado o  magistrado del Poder Judicial o de algún órgano de la administración pública que crea, asuma, y esté dispuesto a demostrar que (él), durante el proceso de su formación para ser abogado e incluso después, ha sido formado y se encuentra preparado para evaluar las teorías que producen las ciencias sociales, en especial, las teorías que produce la ciencia del derecho, o por el contrario, cree y asume que para atribuirle el sentido a un texto legal, no es necesario evaluar teorías jurídicas, porque resulta suficiente con apelar al recurso del uso de los métodos de integración, frente a los supuestos de vacío normativo, como son los principios generales del derecho, el razonamiento analógico o al recurso de los métodos de interpretación, frente a supuestos de deficiencia de la ley, sea porque la ley es oscura, ambigua o contradictoria, como son el método de interpretación literal, el de la ratio iuris, el sistemático, el histórico, el causalista o sociológico, el teleológico o finalista, etcétera, (de paso digo que hay métodos de interpretación para todos los gustos); incluso, porque asume y cree que resulta suficiente con apelar al uso de alguno u otro criterio hermenéutico, que ya se encuentra incorporado en el derecho positivo, por ejemplo, el criterio de jerarquía de las normas, el criterio de aplicación inmediata de la ley o el criterio de aplicación de la ley especial sobre la ley general, entre otros.


A los que contestan a esta pregunta, a los que contestan afirmativamente a esta pregunta, a los que sostienen que para atribuirle sentido a un texto legal, sí es necesario evaluar teorías jurídicas, los voy a llamar «el grupo de los optimistas del derecho»; a los que contestan que no, a los que sostienen que para atribuirle el sentido a un texto legal no es necesario evaluar teorías jurídicas, considero que a ellos se les puede llamar «el grupo de los pesimistas del derecho». Entre los optimistas y los pesimistas del derecho existe un tercer grupo al que podríamos llamar «el grupo de los escépticos del derecho».  


Los «escépticos del derecho» son aquellos estudiantes de derecho, abogados o magistrados del Poder Judicial o de la Administración Pública, que, cuando intentan resolver un problema, pueden adoptar una postura optimista del derecho o una postura pesimista; esto es, pueden intentar resolver el problema a partir de la lógica interna del razonamiento jurídico apelando a las teorías, a los métodos o a los criterios hermenéuticos, incluso, pueden apartarse de esa lógica interna del razonamiento jurídico e intentar resolver el problema apelando a lo que llamo «la lógica externa al razonamiento jurídico» y que eventualmente, puede estar representado por las siguientes variables: por los sentimientos del juez, por su simpatía con alguna de las partes, por su relación de amistad con alguna de las partes, por la influencia política, por la presión periodística, por la corrupción económica o incluso me atrevería afirmar que, una decisión que pone punto final a un problema, eventualmente podría estar determinada, también, por el sentido de la concupiscencia, de la hybris y no de la virtud. Este discurso descarnado y realista que clasifica entre optimistas, pesimistas y escépticos del derecho, propone una clasificación que no es necesariamente rígida, de modo que en una persona pueden notarse y practicarse sucesivamente una aptitud optimista o pesimista, o entre mezclados, cualquiera de los tres perfiles que aquí menciono. Sin embargo, yo trato de sostener que el escéptico no ha hecho del derecho un asunto de credo religioso. Un asunto de dogma de fe. Al escéptico, lo que le interesa es ganar en la contienda. Si para eso tiene que apelar a las teorías del derecho, a los métodos de integración o interpretación, al sentido hermenéutico del derecho, lo hace, no porque tenga fe en la ciencia jurídica, necesariamente, sino porque advierte que ese es el camino para tener éxito en la contienda, si está por ejemplo, frente a un juez culto y bien formado dogmáticamente, empero, tampoco se rasga las vestiduras si para tener éxito tiene que ofrecer una «prebenda», o «presionar periodísticamente» el caso. El límite moral de la aptitud escéptica en el derecho, está dado por la idea de tener éxito en la contienda. El derecho es el medio para hacer eficaz nuestros intereses, dice el escéptico. No es un fin en sí mismo. El optimista habla de teoría y el pesimista solo del derecho positivo vigente. Pero la aptitud escéptica lo atraviesa todo.


Considero que un estudiante del derecho se para en la orilla del inmenso océano de las teorías jurídicas solo cuando se ve confrontado con la coyuntura de absolver un examen de derecho en la facultad, pero generalmente su actitud, en torno de la teoría jurídica, no lo lleva a indagar la consistencia interna de la teoría ni tampoco indagar el éxito o el fracaso de la teoría por sus resultados prácticos; también considero que un abogado puede, eventualmente, desarrollar alguna línea argumentativa doctrinaria para edulcorar o embellecer su discurso, en su afán, en su esfuerzo por intentar convencer al juez de que su interpretación de la ley y del derecho es la correcta y debe ser aplicada al caso, empero, de la misma manera pienso que su actitud, en torno a la teoría jurídica, no lo lleva a indagar la consistencia interna de la teoría, cuáles son sus problemas y tampoco a indagar el éxito o el fracaso de la teoría por sus resultados prácticos, si no, habría que preguntarle a este abogado, cómo elige entre teorías jurídicas rivales; y, agrego algo más, creo que en el caso del magistrado jurisdiccional, él también puede apelar a la doctrina como fuente formal del derecho cuando de primera mano no puede encontrar ni en la ley ni en la jurisprudencia, la regla para hacer soluble el caso, pero por lo general, el magistrado, después de haber leído el expediente, ya sabe a quién le va a dar la razón y usa el argumento doctrinario casi como un fundamento para reforzar la parte considerativa de su decisión y para crear un ambiente subjetivo en el auditorio a favor de las razones que expone para tomar la decisión, pero tampoco considero que él tenga una actitud a favor de la teoría, a favor de indagar la consistencia interna de la teoría y también el éxito o el fracaso de la teoría por sus resultados prácticos. Un Juez por ejemplo, no dice en su sentencia, si la teoría causalista del delito es mejor que la teoría finalista del delito, y si la preferencia obedece a que el uso de esta última teoría le incrementa el contenido de justicia al tomar la decisión en el caso, o si él ha averiguado personalmente cuantos sentenciados existen a la luz de esa línea argumentativa doctrinaria, por ejemplo.


Si la ciencia del derecho le ha impuesto al jurista-teórico la tarea de mejorar el sentido dogmático del derecho, de sus categorías fundamentales, de sus instituciones, debemos darnos cuenta que esa labor implica un conjunto de actividades que versan con el acopio de la información de la teoría, con la comprensión de la teoría, con la comprensión de su consistencia argumentativa y de sus auténticos problemas, con la comprensión de las anomalías de la teoría, con la elección de los ejemplos que la corroboran y de los contraejemplos recalcitrantes que pueden falsear la teoría e incluso, con la elección de un criterio de demarcación que le permita al jurista-teórico elegir entre teorías jurídicas rivales, por ejemplo, entre la teoría de la culpa subjetiva del delito o neocausalista y la teoría finalista del delito o, por ejemplo, entre la teoría de la responsabilidad subjetiva y la teoría de la responsabilidad objetiva en materia civil; y, este conjunto de actividades tiene poco que ver o casi nada con aquellas actividades que le ha impuesto el derecho positivo al jurista-práctico, esto es, al abogado como al magistrado jurisdiccional y estas tareas son las tareas de defender, asesorar y juzgar.


Hacer ciencia dogmática sobre el derecho y defender, asesorar, y juzgar son cosas distintas. Alguno de ustedes puede sentirse tentado a creer que la práctica intelectual del jurista-teórico, que consiste en conocer y producir alguna nueva teoría para mejorar el sentido dogmático del derecho, y, la práctica intelectual del jurista-práctico (asesorar, defender y juzgar) son prácticas complementarias, pero esa idea, que no se revisa, por lo menos es opinable. Es cierto que un juez, por ejemplo, cuando toma una decisión puede elegir un comentario doctrinario o un precedente jurisprudencial y aplicarlo al caso que va a decidir, al problema, y a partir de ahí, algunos —sino todos— afirman, que la práctica del jurista-teórico se complementa con la práctica del jurista-práctico. Esa idea es controversial y hasta dan ganas de sostener que no. Por estas razones: si el criterio para determinar el éxito de una teoría viene determinado por el grado de certeza de esa teoría; y, aquello tiene que ver, con, digamos así, una cierta experiencia personal para corroborar el grado de certeza de la teoría, cuando nosotros afirmamos que el producto de la ciencia jurídica, esto es, el sentido dogmático del instituto del derecho es el producto del resultado de la práctica del jurista–teórico, en realidad, trasladamos el criterio de la verificación de la teoría para que el grado de certeza de la teoría, esté dado por el criterio de lo que «la autoridad dice», es, lo «cierto». La opinión de la autoridad, el prestigio que gozan sus opiniones, en torno a una institución del derecho, el invento dogmático que ha producido, es para nosotros la idea de «certeza» en el derecho. En otras palabras, el argumento de la autoridad fija el grado de certeza de una institución del derecho y con eso trasladamos el criterio de verificación de la teoría que es un criterio de experiencia personal, de verificación personal, a otro que viene dado por la confianza que le tenemos a la autoridad que la ha producido o que la ha opinado.


Cuando sostengo que la práctica del jurista-teórico no es complementaria de la práctica del jurista-práctico (asesorar, defender y juzgar), estoy sosteniendo que el criterio de verificación de la teoría no lo pone el juez ni el abogado, quien personalmente debería  verificar la teoría, para elegir entre teorías rivales, aquella teoría que le permite una decisión justa al caso o mayor certeza en su argumentación, sino que el grado de certeza de la teoría viene dado por el argumento ab auctoritate, esto es, por el argumento que pone el éxito de la teoría en el prestigio del académico que la defiende; y, por eso, solo por eso —según se cree— el derecho tiene teorías científicas ciertas, en el sentido de un objeto comprensivo de cierto sentido valioso, fruto de la cultura. Pero como existen varias teorías en relación al mismo tema, resulta que en doctrina, por lo general, existe un núcleo duro en torno a un instituto del derecho y se cree que cuando existe una posición doctrinaria pasiva en torno al contenido de cierto instituto del derecho, la mayoría de la autoridad académica fija el criterio sobre la teoría dominante, que finalmente es la que «vale» y, con ello, trasladamos nuevamente el criterio de corroboración de la teoría de haber pasado de ser una experiencia personal a ser una experiencia del otro y de ser una experiencia del otro a ser «una experiencia de la mayoría de los otros». Este último criterio de certeza, sostiene lo siguiente: como la mayoría lo cree, yo también lo creo. El argumento que se esgrime es el argumento ad populum. En la historia de las ideas, sin embargo, la mayoría de las personas ha guiado su vida práctica por grandes creencias de las cuales, luego se ha demostrado que eran falsas. En el pensamiento físico, por ejemplo, Ptolomeo sostuvo que la tierra era el centro de los movimientos de los planteas y estrellas, y hemos vivido creyendo esa afirmación teórica durante mucho tiempo, hasta que apareció Nicolás Copérnico (1543) y sostuvo que no, que la tierra era un plantea más de entre los que se mueven alrededor del sol. Aristóteles también sostuvo —equivocadamente— que las piedras en su trayectoria cuando son lanzadas al aire, regresaban al suelo, que era su destino, porque necesitaban «descansar». Por definición, por principio, el argumento ab auctoritate, que sostiene que el grado de certeza de una teoría lo pone el prestigio del académico, esto es, polémico y controversial. Si esto fuera verdad, ocurriría que el éxito o el fracaso en una contienda judicial, depende de la buena fama de un abogado en desmedro de otro.


Por mi parte, sostengo que afirmar que una teoría es verdadera o falsa resulta un asunto de experiencia personal y ahí, donde un juez aplica una teoría en desmedro de otra, da lugar a pensar que el juez está convencido de que esta teoría es cierta y aporta un grado de certeza, mayor que la otra, para tomar una decisión justa. Esta manera de pensar la idea de Derecho, como si estuviera oculta, y que se descubre con el esfuerzo de la razón, es básicamente herencia de la civilización occidental inventada por los antiguos filósofos griegos. Se intenta con una definición apuntar a la esencia de las cosas. Sobre los rasgos comunes de las cosas parecidas, la tradición del derecho eurocontinental, en lugar de usar el mismo razonamiento una vez establecido el carácter similar de los hechos de casos parecidos, como lo es el razonamiento analógico, ha desdeñado esta forma para la lógica de proceder, y en su lugar, ha inventado definiciones, ideas generales y abstractas, teorías y doctrinas, presentando la idea del «Derecho» como si fuera una «articulación deductiva de principios, conceptos y normas» a partir de las cuales, subsume un número indeterminado de casos. Esa vía elegida por los europeos, les ha servido a ellos, pero no necesariamente nos sirve a nosotros. En realidad, en la práctica judicial, no existe ningún juez que haya corroborado una teoría en desmedro de otra. Lo que llamamos «dogmática jurídica» como sinónimo de «ciencia del Derecho», como sinónimo de «principios», «conceptos» y «reglas» incontrovertibles, con los cuales se da cuenta, explica o describe al derecho positivo, aparece como necesidad una vez que se advierten las limitaciones del silogismo judicial, cuando el juez decide un caso. Una vez que el juez se apodera del silogismo perfecto de Aristóteles, por recomendación del marqués de Beccaria, para suplir las deficiencias de un modelo con el cual ordena sus argumentos y la decisión, sin tomar en cuenta los argumentos de una de las partes, (dado que el silogismo perfecto aristotélico evita el argumento adverso) a fin de justificar el carácter científico de su decisión, apela al recurso de la dogmática para teñirla de un efecto científico que en realidad no lo tiene; pues el argumento dogmático, sigue siendo unilateral porque tampoco entra en contradicción o debate con ninguna de las partes en litigio ni con las ideas dogmáticas opuestas, que circulan en la doctrina. La dogmática jurídica es un pensamiento que nace de las limitaciones del uso del silogismo perfecto aristotélico en el razonamiento judicial y aparentemente tiñe de ciencia, al derecho. La Ciencia del Derecho que ingresa a la sentencia, como si fuese el uso de la más autorizada doctrina jurídica, porque los más reputados creen en ella, no es sino más que un conjunto unilateral de opiniones, que aparecen en la sentencia por las propias limitaciones de la ley, por su tamaño, pequeño y escaso en información de los detalles del caso, de las particularidades del caso, al que la ley se aplica.


En su tratado De los Delitos y de las Penas, obra maestra de Beccaria, sostiene lo siguiente:


En todo delito debe hacerse por el Juez un silogismo perfecto. Pondráse como mayor la ley general, por menor la acción, conforme o no con la ley, de que se inferirá por consecuencia la libertad o la pena. Cuando un Juez por fuerza o voluntad quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre. No hay cosa tan peligrosa como aquel axioma común que propone por necesario consultar el espíritu de la ley. Es un dique roto al torrente de las opiniones. 


Beccaria quiere que se sentencie a los violadores de la ley que causan lesión al pacto social, usando un silogismo perfecto y que la ley no sea interpretada, porque de hacerlo se produce incertidumbre jurídica. En la base de esa opinión, se encuentra la comparación del orden social como si fuese un orden natural, sujeto a leyes. Se trata de usar al silogismo perfecto aristotélico (creado por y para otras cosas) como si fuese la ley social que controla el movimiento, la física social, la dinámica de las personas que viven en sociedad, sobre todo de aquellas que violan el pacto social cometiendo delitos. No se introdujo en el derecho judicial, el silogismo perfecto aristotélico para hacer «lógica» en el sentido tradicional de la lógica aristotélica. Pero esa suposición iba de la mano con la otra suposición que sostuvo que todos los derechos estaban definidos en la ley.


Una vez que la filosofía del derecho natural basado en la razón, inventó «la codificación», inventó la ley, había con ello también (considerándose al «silogismo», como el método de solución de casos ya la «ley» como el método de control social) inventado el derrotero de la independencia del Derecho, con perfiles y contenidos propios, como disciplina independiente, de la Filosofía. El silogismo perfecto pronto demostró sus limitaciones pues, la vida es más rica que las previsiones legislativas del legislador, y la ley, por ser un texto pequeño, que no contiene todos los detalles del caso, pronto demostró la necesidad de apelar a una «interpretación», primero auténtica, por el propio legislador y después judicial. Han sido las propias limitaciones de la ley, la que vía interpretación del texto legal, ha permitido al abogado y al juez, eventualmente también a los estudiantes de derecho, introducir al derecho positivo, el uso de la doctrina y de la dogmática en general. Al comienzo, por supuesto, tras la idea de un derecho perfecto, acabado, de modo definitivo, como si fuese un «sistema perfecto de reglas», la «interpretación» más bien parecía un «estorbo», luego pasó a ser una «anomalía» y finalmente, se convirtió en una necesidad. En realidad, son solo argumentos detrás del cual se persiste en la atribución del sentido de la norma de acuerdo con nuestros intereses, sea que estemos frente a un jurista práctico optimista, pesimista o escéptico. Nadie, en sentido estricto, ha verificado una teoría jurídica. Ni siquiera cuando se escribe otro libro de la misma materia que ya ha sido escrito por otro autor y con otras ideas.


Los optimistas del derecho tienen sus hábitos y estilos, puesto que son bastante graciosos y a veces —excesivamente— arrogantes: los de este grupo son personas que se visten bien, usan camisas de seda, corbatas de marca, zapatos de cuero de guante, tienen un lenguaje corporal que constantemente busca posesionarse en el mercado, y exhiben cuando pueden una oficina bien poblada con muchos libros (buenos libros), colecciones de tomos enteros de derecho, hablan complicado sobre dogmática jurídica, y siempre están al día con eventos académicos fuera del país. Ellos creen en la utilidad práctica de la ciencia del derecho. Probablemente, citen a Claus Roxin, a Chiovenda, entre otros. Por lo general, construyen buenas relaciones directamente con el juez.


Los pesimistas del derecho son más modestos, pero no por eso tienen peor sentido de la realidad, pues también poseen su sentido del éxito en la profesión y llegan a amasar buenas fortunas. Probablemente, usen un solo saco a la semana, un par de zapatos con mucha suela gastada, una sola corbata, de no buena calidad. Conocen el código al revés y al derecho, lo tienen lleno de anotaciones al costado de cada artículo, no tienen mucha cita doctrinaria en su discurso, pero suelen invocar con corrección la regla del derecho positivo y tienen mucha esquina en el litigio. Generalmente, se relacionan mejor con el personal del juzgado antes que con el juez. Ellos no creen que sea necesario —para ganar un caso— leer extensamente profundas doctrinas del derecho, basta con el uso del Código. No creen, en realidad, en la utilidad práctica entre la ciencia del derecho y la tarea de defender, juzgar y asesorar.


El escéptico del derecho es otro personaje distinto. Tiene en su vida las dos posturas o incluso ninguna a priori. Puede comportarse camaleónicamente como un optimista  como también como un pesimista cuando le conviene. Domina los dos escenarios. No cree en nada y cree en todo necesariamente, cuando le conviene. Y el sentido de su conveniencia se define por el éxito en su patrocinio, sea como asesor o defensor, nada más. Si tiene que ir tras un juez optimista al que lo conoce como un hombre culto, leído, bien formado dogmáticamente, y de buenos modales, entonces el escéptico del derecho también se conduce igual, habla de ciencia o dogmática, usa los buenos modales, y se conduce como pez en el agua. No pierde de vista su meta, el fin: ganar el caso. Se muestra crédulo en los valores fundamentales del derecho, en la utilidad práctica de la ciencia jurídica, habla y cita de autores doctrinarios con mucha solvencia y autoridad y se muestra muy educado. De la misma manera, deja de creer en todo y pasa al otro extremo, se viste a medio pomo, y va tras el secretario, dialoga con él, ofrece lo que haya que ofrecer para obtener el resultado que busca. Así es el escéptico del derecho; es un hombre que dependiendo de las circunstancias —y de sus fines— puede ser un hombre que se conduce como un optimista o como un pesimista del derecho.


Ahora pregunto: ¿cuál de los tres es usted?


Autor: Oscar Paul Alvarado Cornejo

El Jurista Nueva Era. Año 1 / vol. 1 / agosto-setiembre 2021



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