Artículos

lunes, 15 de noviembre de 2021

El Terror desde el Terror: mito y paradoja de la Revolución francesa

 


You say you want a revolution, well you know,

We all want to change to world.
You tell me that it's evolution, well, you know.
We all want to change the world

But when you talk about destruction
Don't you know that you can count me out

 

John Lennon & Paul McCartney


1 El mito


Durante mucho tiempo hemos recordado la Revolución francesa desde una perspectiva romántica: siguiendo los pasos de Michelet, el historiador y poeta, hemos sido enseñados desde la escuela que la Revolución francesa fue una gesta de la libertad que abrió las puertas a la sociedad democrática y liberal del mundo de hoy.

 

Es verdad que el mito de la Revolución francesa no era absolutamente límpido: nadie podía olvidar la violencia que se desencadenó en Francia durante ese período. Pero se hacía un esfuerzo por desviar la atención de esos aspectos repulsivos, tratándolos de intrascendentes (¡cómo si las vidas humanas individualmente consideradas tuvieran poca importancia frente a la historia!). De un lado, se decía que no debía confundirse el Terror con la Revolución y que había que diferenciar el movimiento del año 1789 de la obsesión robesperierrana de los años 1793-94; pasando por alto que la violencia estuvo presente desde el primer momento de la Revolución y que, ya en 1789, cuando todavía no había sido inventada la compasiva guillotina, Camille Desmoulins y Danton enviaban a sus víctimas a ser colgadas en «la lanterne» (ahora diríamos, el poste de alumbrado público) de la Place de Gréve. De otro lado, se excusaba la violencia con el argumento de que era un subproducto inevitable pero menor de una gran Revolución. Dentro de esta última línea de argumentación, la Revolución soviética de 1917 intentó apropiarse de la imagen de la Revolución francesa para justificar su propio terror: afirmó que todo cambio social genera resistencias que obligan a usar de la violencia para superarlas y que por ello, la violencia fue indispensable tanto en la Revolución francesa como en la Revolución rusa y que seguiría siéndolo en todas las revoluciones futuras.

 

De esta manera, con la contribución de los entusiastas de la libertad que requerían que el «mito fundacional» que se había inventado no fuera empañado por la realidad histórica y la contribución de los partidarios de la violencia como método para el cambio social, la Revolución francesa quedó convertida en el paradigma de toda transformación social auténtica, disfrazando sus horrores bajo formas casi sacralizadas de expresión de la voluntad popular. Y este tipo de conciencia mítica de los sucesos ocurridos en Francia entre 1789 y 1795 se implantó insidiosamente aún en las conciencias de los hombres pacíficos, bajo pena de ser «excomulgados» por ultrarreaccionarios. En todo caso, se pensaba, es probable que todo gran cambio social exija algo de violencia, pero la época de las revoluciones ha pasado, con lo que quedaban tranquilos los espíritus, dado que esa pretendida comprobación (a nuestro juicio, equivocada) no tenía ya ninguna repercusión práctica.

 

2 La violencia vista desde la violencia

 

Sin embargo, ocurre que hacia fines del siglo XX vivimos dos nuevas circunstancias que quizá nos permiten apreciar la Revolución francesa en otra forma, tomando más el peso de todos sus ingredientes, incluso los más inquietantes.

 

En primer lugar, desde 1917 hasta nuestros días, el mundo ha tenido más transformaciones sociales que en los doscientos años precedentes. Europa, en las vísperas del siglo XXI —o más concretamente, Francia de 1989— es bastante diferente de lo que fue hace ochenta años. Sin embargo, estos cambios se han llevado a cabo sin lucha de clases, sin una exacerbación de los odios ni un desencadenamiento de los resentimientos, sin violencia social, sin desbordes callejeros ni juicios populares.

 

En segundo lugar, (vivimos particularmente en ciertos países del mundo como el Perú) una época nuevamente violenta; ahora sabemos realmente lo que es el Terror. Y ciertamente ya no nos parece romántico que cuelguen personas de los postes, que rueden cabezas, que vuelen ómnibus en pedazos o que, en general, se asesinen personas bajo el pretexto de que se trata de «ejecuciones ordenadas por el pueblo».

 

Con estas dos nuevas perspectivas, ¿qué podemos decir los peruanos sobre la Revolución francesa? Permítaseme intentar una respuesta utilizando como elementos de apreciación los que se derivan de mi propia deformación profesional. Podemos así replantear la pregunta en los siguientes términos: ¿qué puede pensar de la Revolución francesa un hombre de Derecho peruano de la época actual?

 

3 La muerte del Derecho a manos de los abogados

 

Quizá lo primero que nos sorprende desde esta nueva manera de mirar la Revolución francesa es la ambigüedad del papel del Derecho.

 

Es evidente que toda revolución es una crispación de ilegalidad, es un acto contra el orden legal establecido. Sin embargo, la Revolución francesa se lleva a cabo en gran medida por abogados. Este protagonismo del Derecho es un acto esencialmente antijurídico, se advierte a través de toda la Revolución. Todos aquellos a quienes la Revolución consideró como sus precursores, sus ideólogos, sus anunciadores, eran entusiastas partidarios del papel del Derecho en la vida social. Michelet dice que «Montesquieu escribe, interpreta el Derecho. Voltaire llora y clama por el Derecho. Rousseau lo fundamenta».[1] En plena Revolución, Mirabeau, con su genio hiperbólico de orador, proclama: «El Derecho es el soberano del mando».[2] En la propia Asamblea Nacional, la mayoría de sus miembros eran abogados. Y Michelet los critica por creer demasiado en las palabras: todo lo que querían era dar una nueva Constitución, dice y agrega un comentario acre: «¡Cómo si una Constitución  pudiera representar algo, con un gobierno en conspiración permanente».[3]

 

Aún más, la Revolución francesa enfatiza su ataque contra el Poder Judicial del antiguo régimen; sin embargo, se realiza en el seno del propio Poder Judicial y utilizando procedimientos caricaturescamente judiciales: los más fervorosos revolucionarios son jóvenes abogados, asistentes de los tribunales, personal auxiliar de los juzgados, quienes forman un ejército de letrados (la basoche) que utilizan las armas de una oratoria inflamada.

 

En realidad, uno de los aspectos más decadentes del antiguo régimen y que constituye un detonante de la violencia revolucionaria, es el Poder Judicial. Señala Michelet que el Poder Judicial fue «quebrado por su inconsecuencia y su contradicciones. Servil y astuto a la vez, por el Rey y contra el Rey, por el Papa y contra el Papa, defensor de la ley y campeón del privilegio, habla de libertad y resiste durante todo un siglo a todo progreso liberal».[4] Pero, paradójicamente, estos abogados revolucionarios que critican ese Poder Judicial inconsistente tienen más confianza en la violencia que en el Derecho: no quieren reformar la administración de justicia para que cumpla realmente su función; prefieren descartarla. Los más severos críticos de los tribunales franceses prerevolucionarios no son las personas ajenas al Poder Judicial, no son la gente de la calle: son los abogados quienes se agitan y remueven la pasión de las masas contra su propia institución. De manera que la violencia, promovida por abogados exaltados, fue apadrinada por la ineficacia y falta de integridad de la institución que tenía la responsabilidad de conservar la brújula en ese mar proceloso de las pasiones sociales, lección que debemos aprender: o el Poder Judicial es capaz de marcar un rumbo sereno pero decidido de la vida social o simplemente será reemplazado o desbordado por una fuerza o por otra.

 

Los primeros grupos de revolucionarios que se reúnen en varios Clubs son precisamente los abogados, quienes asumen con gran facilidad posiciones que ahora llamaríamos ultras. Uno de estos grupos es el llamado Club Bretón, al cual, el propio Sieyés asistió una vez y no quiso regresar más, pues dijo: «Hablan de atentados como si fuera de expedientes judiciales, como chicos malvados de la calle que después se ríen del mal que han hecho».[5] Es en este Club que se forman Camille Desmoulins y Danton, el orador fulminante y el rey del panfleto, que estuvieron  entre las cabezas más calientes de la Revolución. Michelet dice de ellos que representan la comedia y la tragedia de la Revolución.[6] Luego, Desmoulins y Danton fundan el Club des Cordeliers, que se especializa en aplicar el terror para suprimir a quienes ahora serían llamados «enemigos de clase», ya sea espantándolos de tal forma con sus amenazas que se sientan obligados a emigrar, ya sea eliminándolos físicamente a través de «juicios populares». En efecto, este Club aplica primero el terror psicológico. Comienzan proponiendo que hay que volver a poner en vigencia las viejas torturas medievales, olvidadas durante siglos, pero para aplicarlas esta vez a los enemigos del pueblo. Este tipo de lenguaje lleva inmediatamente a una serie de personajes del gobierno del rey a buscar refugio en el extranjero. Al comprobar la eficacia intimidatoria del terrorismo para sacar de la escena a las personas a quienes consideraban estorbos políticos, Desmoulins y Danton instauran los juicios populares, de esta forma se acelera la huida al extranjero y, a los que se quedan a pesar de todo, se los suprime físicamente.

 

En estos juicios, denuncia el propio Michelet, Desmoulins, con bastante ligereza, acusaba a cualquier persona en un tono de picante humo y el tribunal popular terminaba condenándola a muerte en medio de una farsa judicial. Dice Michelet que un Camille Desmoulins hacía saltar la liebre, abría la cacería; un Danton la empujaba hasta la muerte. Y no faltaban hombres pálidos y furiosos, listos para proceder a la ejecución de inmediato. Las mujeres vagaban entre esta multitud, enfurecidas como leonas que buscan alimento para sus hijos. Eran las más ásperas, las más furiosas, daban gritos frenéticos, criticaban a los hombres por su lentitud en juzgar y condenar. Ellas, en realidad, habían colgado al reo aún antes de que fuera oído.[7]

 

Es sintomático de este tipo de procesos desbocados el hecho que Desmoulins y Danton fueran a su vez condenados a muerte cuatro años más tarde por Robespierre, acusados por Saint-Just del crimen de haber propuesto la formación de un «Comité de la Clemencia». Y luego, serán ejecutados Saint-Just y el propio Robespierre.

 

Esta violencia no es, pues, un producto exclusivamente del genio calenturiento de un Robespierre. Ya en medio de la inicial euforia revolucionaria de 1789, nadie creía en otra justicia que nos fuera el sentimiento exaltado del pueblo. Y son los hombres de Derecho, en especial, quienes impulsan y utilizan esta actitud irracional de las masas, disfrazándola con un simulacro de legalidad. Más tarde, en la época propiamente del Terror, la invocación a la fuerza bruta sale nuevamente de los hombres de Derecho quienes, al decir de Michelet, empujan a la masa ciega a resolver las cuestiones del espíritu por la acción material.[8]

 

Es importante notar que, en esas condiciones, la seguridad jurídica —tan fundamental en el Derecho moderno y tan apreciada por ese pensamiento liberal que teóricamente surge de la Revolución francesa— no existe en absoluto. Cualquiera denuncia a cualquiera, con grandes posibilidades de éxito: el éxito dentro de este contexto consiste en que el denunciado sea ejecutado. Las denuncias son verbales ante los comités revolucionarios o directamente ante el tribunal popular desde la masa del público asistente a los juicios o por escrito en documentos dirigidos a los fiscales o en panfletos públicos que circulaban diariamente por las calles. Según Michelet, el que era nombrado en la mañana en el periódico publicado por Marat, tenía grandes probabilidades de ser ejecutado en la tarde.[9] No son solo los aristócratas que quienes sucumben en la guillotina durante el Terror. El frenesí sancionador —tan ajeno al espíritu de serenidad del Derecho— no permite colocar límite alguno. De manera que cualquiera, aún por los cargos más nimios o por resentimientos personales dentro de los propios sectores populares, podía ser llevado por la ola de la pasión hasta el banquillo de los acusados; lo que significaba casi invariablemente la obligación de pasar después a hacerle una visita a la señora guillotina. Cuando la seguridad jurídica ha sido puesta fuera de la agenda, nadie tiene la vida garantizada, ya sea personaje público (conservador o revolucionario), ya sea persona común y corriente que sufre la desgracia de tener un enemigo entre sus vecinos o conocidos: la denuncia no se hace esperar y, ante la falta de todo control racional en los procesos, la suerte de los acusados está sometida a las veleidades del intuicionismo popular. Uno a uno fueron cayendo los propios líderes de la Revolución y con ellos una gran cantidad de personas del pueblo que eran denunciadas por las razones más variadas. Evidentemente, estas denuncias no requerían de mayores pruebas: lo que primaba era el sentimiento popular y no importaba si la antipatía de la masa de público asistente obedecía a causas diferentes a las del delito imputado: el clamor popular condenaba o salvaba (menos frecuentemente) a los acusados. Toda la teoría sutil y compleja del análisis de la prueba, que venía desarrollándose desde mucho tiempo atrás y que es uno de los pilares más sólidos de nuestro Derecho moderno, fue puesta en suspenso como una incomodidad.

 

De esta manera, la Revolución francesa puede ser vista como la muerte del Derecho a manos de los abogados.

 

4 El fin de la Revolución como condición del surgimiento de un nuevo Derecho

 

Sin embargo, la Revolución francesa aporta, sin duda, un nuevo Derecho. Es innegable que la Declaración de Derechos del Hombre y que el Code-Napoleón ponen en evidencia las bases del pensamiento jurídico-político del mundo del siglo XIX y del siglo XX.

 

En realidad, paralelamente a esos abogados convertidos en oradores de plazuela, que se dedican a enjuiciar y ejecutar casi por diversión, hay otros que estudian en silencio y con seriedad las transformaciones que requiere el Derecho. Estos últimos no tienen ninguna figuración en esos días escandalosos; sin embargo, cuando las cosas se calmen, cuando las calles se tranquilicen, estos juristas aparentemente oscuros van a ser los redactores del Código Napoleón y quienes van a proporcionar el verdadero aporte de la época al Derecho moderno.

 

Nos encontramos así ante una paradoja que enfrenta el orden social con el Derecho, pero que se presenta bajo dos versiones. La primera versión, que antes hemos expuesto, consiste en que el Derecho parece lo contrario de la Revolución y, sin embargo, los abogados son los primeros revolucionarios y los que con más entusiasmo desmontan el sistema jurídico hasta sus mismas bases. La segunda versión consiste en que el Derecho que pudiéramos llamar revolucionario no surge de la Revolución, sino de la muerte de la Revolución.

 

Pero quizá esta aparente paradoja no es tal si es que entendemos que en la Francia de fines del siglo XVIII están ocurriendo dos cosas a la vez que no deben ser confundidas: una revolución (en el sentido fuerte del término), una efervescencia popular dentro de una atmósfera de violencia social y de agitación callejera, de un lado; y una transformación profunda de la consciencia social del otro, que se produce no a causa de la agitación popular, sino quizá a pesar de ella. Es esta transformación más de fondo y solo circunstancialmente ligada a la revolución, la que da lugar a ese nuevo Derecho que después se ha llamado —quizá indebidamente— «revolucionario».

 

Si los cambios ocurridos en el mundo occidental entre los siglos XVI y XVIII traen efectivamente algo nuevo, esto es el pensamiento liberal. Ahora bien, el Derecho liberal no se desarrolla en Francia como parte del élan revolucionario, sino más bien florece cuando la Revolución termina, cuando las aguas tormentosas de la vida social vuelven a sus cauces y hasta se restablece un nuevo absolutismo con Napoleón.

 

Las leyes del período revolucionario no fueron tan revolucionarias desde el punto de vista de los secretos populares.[10] Es verdad que el 4 de agosto de 1789 la Asamblea declara suprimida la servidumbre personal; pero en la práctica, la servidumbre personal apenas existía, por lo que en el decreto no hacía sino confirmar una situación de hecho.[11] En ningún momento hay intención de distribuir las tierras entre los campesinos, convirtiéndolos «revolucionariamente» en modernos propietarios. Todo lo que se dispuso es que los campesinos podían rescatar la tierra, comprando los derechos a los antiguos señores. Y este sistema, llamado de rescate, benefició fundamentalmente a los nuevos ricos: como el valor capitalizado era muy alto, los campesinos no podían pagarlo. Fue entonces la burguesía rica, que se venía formando en Francia desde la época de Colbert, que aprovechó los sistemas de rescate para hacerse de grandes extensiones a costa tanto de los antiguos señores como de los campesinos. Estos últimos, sin recursos suficientes para convertirse en propietarios, preferían ceder sus derechos y luego enrolarse como jornaleros en los grandes dominios de los nuevos propietarios burgueses. Ni siquiera las tierras del rey y de la Iglesia que fueron confiscadas, se repartieron entre los campesinos; más bien, se sacaron a remate público y fueron adquiridas también por nuevos ricos. No hubo pues, una reforma agraria ni nada semejante. La Asamblea nunca se propuso verdaderamente redistribuir la tierra entre los campesinos.[12]

 

En las ciudades, los gremios de trabajadores fueron combatidos considerándolos instituciones anacrónicas porque dificultaban la libre contratación de mano de obra por los nuevos empresarios. Para ese dinámico empresario burgués que había comenzado a aparecer desde el siglo XVII y que ahora encontraba una oportunidad en medio de la confusión general, la intervención del gremio era un estorbo: el empresario prefería tratar directamente con cada trabajador y fijar con él su sueldo y sus condiciones de trabajo sin que mediara una organización de trabajadores. Claro está que los gremios eran instituciones muy enraizadas en la vida social; y no era fácil suprimirlas de golpe en nombre de una libertad de contratación y de una libertad de trabajo que beneficiaban fundamentalmente a los empresarios. Hubo, pues, un cierto temor a la reacción popular contra la supresión total de los gremios y esto dificultó la implantación de nuevas industrias en las ciudades. Pero el campo no estaba dentro de la jurisdicción de los gremios. En consecuencia, se otorgaron múltiples autorizaciones para establecer industrias y negocios en las zonas rurales, en esas tierras rescatadas por la burguesía o adquiridas en los remates de propiedades del rey o de la Iglesia. Ahí en el campo, al margen de la reglamentación aplicable a las actividades urbanas, los empresarios podían contratar directamente a los trabajadores sin la injerencia de los gremios. De esta manera, las nuevas grandes empresas se crearon muchas veces fuera de las ciudades, a fin de contar con asalariados que no formaran parte de gremios.[13]

 

No cabe duda de que estas medidas contribuyeron a cambiar la economía de Francia y permitieron el desarrollo de un mundo liberal-capitalista. Pero estos cambios no operaron precisamente en el sentido que reclamaban Marat y las turbas revolucionarias: la revolución parece haber tomado un camino y las medidas liberales otro distinto.

 

5 El Código Napoleón: un nuevo modelo de sociedad

 

En realidad, los años propiamente revolucionarios, a pesar de toda su algarabía (o quizá a causa de ella), no produjeron textos legales de importancia.

 

La gran innovación jurídica se va a producir recién con el Código Civil promulgado por Napoleón. Es en este cuerpo legal que se diseña un nuevo modelo de sociedad, un nuevo modelo de relaciones interpersonales, una nueva concepción de la propiedad y del contrato, que el propio Napoleón se encargará de difundir rápidamente por Europa y que, más tarde, se esparcirá por todo el mundo.

 

Napoleón lleva primero este Código a los territorios de la «Gran Francia Imperial», la actual Bélgica, Luxemburgo, las zonas de Alemania anexadas por Napoleón (como la Renania, el Palatinado, la margen izquierda del Rhin), también el Norte de Italia, Holanda. Después, este Código extiende su influencia más allá de las conquistas francesas: es adoptado tal cual o con algunas modificaciones por una parte de Alemania, una parte de la actual Polonia, varios cantones de Suiza, las dos Sicilias, en Rumanía se puso en vigencia una simple traducción, en Portugal y España se dieron Códigos con marcada influencia del napoleónico. Sin embargo, su área de aplicación no se limitó a Europa. A los pocos años de promulgado en Francia, fue entusiastamente acogido por el Estado de Luisiana de los Estados Unidos de Norteámerica; en la América española sirvió de inspiración a la mayor parte de los Códigos del siglo pasado, incluyendo el nuestro de 1852. En Asia, Japón importó en la década de 1880 a un experto en el Código francés —el jurista Boissonade— para que redactara un Código japonés al estilo del napoleónico. Egipto en África y el Líbano en el Medio Oriente impusieron también el Código francés. Napoleón, ya en el exilio, dijo alguna vez: «Mi verdadera gloria no son las cuarenta batallas que he ganado; porque la derrota de Waterloo destruirá el recuerdo de todas esas victorias. Lo que nada podrá destruir, lo que vivirá para siempre, es mi Código Civil».

 

El Código Napoleón fue promulgado el 29 de Ventoso del año XII de la República, esto es, dentro de los términos de nuestro calendario, el 20 de marzo de 1804. El presidente de la Comisión Codificadora fue Jean Portalis y sus principales colaboradores fueron Bigot-Premeneu, Treilhard y Tronchet. Sin embargo, Napoleón podía hablar con propiedad de «su» Código porque participó activamente en las discusiones, se interesó en los temas más técnicos del Derecho y defendió ardorosamente el Proyecto logrando que fuera convertido en ley.

 

Pero, notemos bien, cuando se promulga el Código, prácticamente la Revolución ha terminado, cuando menos en su aspecto popular, callejero, turbulento.

 

Esto no quiere decir que durante los años de la Revolución misma no hubiera habido preocupación por tener un cuerpo de leyes más moderno. Pero la agitación del momento y el carácter populista hasta la demagogia que primaba en el ambiente no permitió que Francia pudiera darse un Código. Ya en 1790, los miembros de la Asamblea Nacional —en gran parte abogados, como hemos visto— habían adoptado una resolución unánime en el sentido de que habría un Código Civil válido para todo el territorio nacional, a diferencia del anterior Derecho consuetudinario que variaba según las regiones. Y en 1793, en pleno Terror, la Convención Nacional encargó al Duque de Cambacéres que, con la ayuda de una comisión, redactara un proyecto de Código. Cambacéres propuso varios proyectos que fueron sucesivamente rechazados. Los tiempos no estaban listos para una reflexión serena sobre el Derecho: mientras las cabezas caían rítmicamente bajo la guillotina y los que habían sido políticos amigos antes se convertían en políticos enemigos para poco después pasar a la categoría de políticos muertos, no se le podía pedir a nadie que discutiera seriamente el conjunto de artículos de un Código Civil. Es interesante señalar que el motivo del rechazo de los proyectos de Cambacéres fue que eran muy técnicos y que el pueblo no podría comprenderlos fácilmente. Como se puede ver, predominaba el intuicionismo populista sobre cualquier construcción técnica.

 

Es solo cuando el orden comienza a clarear nuevamente, bajo la dirección fuerte de Napoleón, que la idea de un Código Civil encuentra su camino. Sin embargo, este camino se aleja mucho de la reciente historia revolucionaria como lo señala el propio Portalis al presentar el Proyecto al Consejo de Estado en un discurso que Napoleón después consideró como la versión oficial de la historia del Código.

 

En verdad, esta historia oficial no parece nada revolucionaria. Al citar a los políticos y juristas que con sus trabajos hicieron posible la codificación, Portalis no menciona a ninguno de los encendidos abogados que agitaron las turbas, como Camille Desmoulins. Ciertamente, no menciona a Saint-Just, que había sido el fiscal del tribunal revolucionario durante el Terror. De acuerdo a esa historia del Código expuesta por Portalis, parecería que todo lo hecho por los abogados propiamente revolucionarios no había dejado ninguna huella. Más bien, Portalis remonta la historia del Código nada menos que a las leyes de Carlomagno, y más próximamente, a Luis XIV y su ministro Colbert. Luego menciona a Jean Domat, un jurista del antiguo régimen, quien en el siglo XVII, había comenzado a sistematizar el Derecho consuetudinario francés. También hace referencia a Montesquieu. Pero, a pesar de la aureola prerevolucionaria que se le ha querido otorgar, no cabe duda de que los cambios que planteaba Montesquieu estaban muy lejos del Terror de la «democracia» callejera y de los juicios populares: como accionista de la Compañía de Indias que explotaba plantaciones de caña y café en las Antillas y que desarrollaba incluso el tráfico de esclavos, la sociedad a la que apuntaba Montesquieu parecía ser más una en la que existiera libertad de comercio unida a la seguridad y tranquilidad necesarias para permitir la fluidez de las transacciones.[14] Otro hito intelectual en la historia del Código, según Portalis, era Robert-Joseph Potier, un tranquilo profesor de Derecho Romano que se había especializado en el Derecho de Obligaciones y Contratos, esto es, en aquella rama del Derecho más cercana a la vida comercial y más lejana a las inquietudes políticas revolucionarias.

 

Estamos, pues, muy distantes de aquellos abogados agitadores de plazuela y propugnadores de los juicios populares. Siguiendo ese discurso de Portalis, podríamos decir que la historia del Código comienza muy atrás, bastante antes de la Revolución, si no en Carlomagno (lo que parece un poco exagerado), cuando menos en Luis XIV y en los esfuerzos de Colbert para sistematizar racionalmente la legislación. Y aunque esa tendencia modernizadora sigue desarrollándose a través de dos siglos hasta llegar a Napoleón y la Comisión Codificadora, da la impresión de que existe una suerte de bache o de interrupción en los últimos diez años precisamente a causa de la Revolución. El Code es obra fundamentalmente de una tradición humanista-romanista, que es la de la jurisprudencia culta[15], que venía desarrollándose desde hacía varios siglos y que cada vez se inspiraba más en los ideales liberales de la naciente burguesía.

 

En realidad, los autores del Código se preocuparon mucho de que no se les confundiera con esos revolucionarios de la guillotina y los procesos sumarios. Portalis trata todavía de salvar el sentido de la Revolución, utiliza el recurso de minimizar los hechos que le parecen atropellos contra el Derecho, considerándolos como meras anomalías, ajenas al proceso de cambio. Dice, por ejemplo: «Para recuperar los beneficios de la libertad, el país cayó por un breve momento en la licencia. Para suprimir el sistema odioso de los privilegios y las preferencias y precaver su renacimiento, algunos procuraron nivelar todas las fortunas tras haber nivelado todos los órdenes sociales…». Adviértanse las expresiones que se orientan a limitar la trascendencia de los actos propiamente revolucionarios: «por un breve momento», «algunos». Sin embargo, preocupado de que esta forma de camouflage no distinga de manera clara su posición discrepante, inmediatamente agrega distancias y descarta la pretendida obra jurídica de la Revolución: «Pero luego se destacaron ideas más moderadas; las primeras leyes se enmendaron, se exigieron nuevos planes: se comprendió que un Código Civil debe prepararse con sapiencia y no imponerse con furor y con prisas».[16] En realidad, la crítica de Portalis a las formas presuntamente jurídicas de la revolución, parte de un punto de vista conservador y mesurado, y es muy dura: dice que durante el período propiamente revolucionario: «Las instituciones se sucedían vertiginosamente y sin posibilidad de que ninguna se asentara. El espíritu revolucionario penetraba por doquier. Llamamos ‘espíritu revolucionario’», señala siempre Portalis, «al deseo exaltado de sacrificar violentamente todos los derechos a un objetivo político, y de no admitir ninguna consideración fuera de un interés del Estado, misterioso y cambiante».[17] En otro pasaje, dice siempre Portalis: «El espíritu de moderación es el verdadero espíritu del legislador; el bien político y el bien social se encuentran siempre en medio de los dos extremos».

 

No cabe duda de que estamos ante una transformación social profunda. Pero, en vez de ser el resultado de la erupción revolucionaria, parece ser el desarrollo de una tradición dinámica que no comienza sino que culmina con estos codificadores, que se sentían más herederos de Luis XIV que de Robespierre, más herederos de los juristas del antiguo régimen como Domat y Pothier que de un Desmoulins o de un Saint-Just.


6 La Revolución francesa: ¿mito o paradoja?

 

La Revolución francesa, vista desde la perspectiva del Derecho actual, ha dejado de ser un mito fundador para convertirse en una situación aparentemente desconcertante. Preconizada por abogados, se desarrolla dentro de la más eufórica ilegalidad de los juicios populares. De otro lado, llamada a crear el Derecho moderno, liberal, basado en la seguridad jurídica y la garantía de los derechos individuales, instaura un régimen de terror y de falta de respeto de los derechos individuales; al punto que el Derecho moderno va a ser el producto, no del triunfo, sino quizá del fin de la Revolución y del retomar con Napoleón el pensamiento jurídico de los siglos anteriores.     

 

Quizá podamos entender mejor la cuestión si consideramos que durante la época en que sucede la Revolución francesa no se desarrolla un proceso único, sino cuando menos dos procesos, cada uno de los cuales tiene propósitos coincidentes en cuanto la necesidad de destruir ciertos aspectos del antiguo régimen, pero quizá no los mismos; además, estos procesos son profundamente discrepantes en cuanto a la sociedad que proponen en reemplazo. Tal discrepancia en cuanto a fines conllevará también una discrepancia en cuanto a métodos y procedimientos.

 

Michelet dice que hay dos principios que animaron a la Revolución. Uno, fue la justicia, la humanidad equitativa, que fue lo que puso en marcha el proceso de cambio y que era su orientación natural. El otro fue el principio de «salud pública», que justificó el recorte de los derechos individuales y que perdió a Francia; la perdió porque, arrojándola en un crescendo de asesinatos que no podían ser detenidos, hizo —dice Michelet— que Francia fuera execrable frente a Europa, le creó odios inmortales.[18] Este recurso al interés público, a la salud nacional como criterio supremos, por encima de todo derecho adquirido, no fue tampoco altruista; según Michelet (el historiador fervorosamente enamorado de la Revolución y, como tal, insospechable de conservadurismo), estuvo determinado por la necesidad de un grupo de abogados jacobinos de recuperar popularidad; había entonces un interés personal político detrás del presunto interés nacional.[19]

 

Podríamos replantear esta distinción de Michelet entre la «justicia» y la «salud pública» desde otra perspectiva. La historia de la época presenta un doble componente de democracia popular (en algunos aspectos cercana al socialismo) y de liberalismo social y económico. Es por eso que decimos que son dos procesos que se desarrollan paralelamente; y no solo uno, revolucionario, callejero. Tanto en la burguesía enriquecida como las clases populares querían un sistema social distinto. Pero mientras los secretos populares planteaban la nivelación de fortunas, daban rienda suelta a sus resentimientos a través de las ejecuciones y proponían un tipo de organización política en la que se diera la primacía absoluta a un abstracto interés general, la nueva clase burguesa quería simplemente un espacio social en el cual impulsar todo su dinamismo, un reconocimiento manifiesto de la dignidad de la persona (como se hizo en la Declaración de los Derechos del Hombre) y una aplicación práctica de tal dignidad humana basada en la libertad individual, a través de oportunidades para desarrollar la iniciativa privada, una liberalización de la economía, la eliminación de las trabas tradicionales a la libre circulación de la propiedad.


El segundo de estos procesos, la transformación liberal, hubiera podido darse sin necesidad de ninguna convulsión social y aún quizá sin derrocar a la Monarquía: los propios aristócratas tradicionales hubieran podido asumir como suyos los valores burgueses y llevar a cabo los cambios sociales como sucedió en Inglaterra. Para la clase burguesa, la Revolución se presenta no como un bien en sí mismo, sino como un mal que quizá juzgan inevitable, pero que puede poner en peligro sus objetivos sociales; aun cuando, finalmente, la logran controlar y capitalizar. Después de diez años de riesgos durante los períodos exaltados del proceso revolucionario, la burguesía logrará retomar el control de la situación. Los proyectos niveladores y socialistas, las ideas más radicales y los intentos de los movimientos armados que luchaban en la calle, sucumbieron ante la voluntad de quienes deseaban expresar, codificar y ampliar la visión burguesa de un mundo organizado de manera más libre.

 

En realidad, mientras los niveladores de fortunas se sentirán más a gusto con Marat y Robespierre, los burgueses se sienten más cómodos con Napoleón; aunque este restaure el Imperio y reconstituya algunas formas sociales tradicionales. En el fondo, esa burguesía hubiera preferido que, si el rey y la nobleza tradicional no se daban cuenta de que la historia llevaba inevitablemente al mundo hacia el liberalismo, Napoleón hubiera aparecido antes y hubiera realizado la transformación desde arriba, ahorrando a Francia ese despilfarro de energía social y el costo social en vidas y bienes que representó la Revolución.

 

7 ¿Fue necesaria la Revolución francesa?

 

Desde nuestro punto de vista de fines del siglo XX, la pregunta que todos nos hacemos es: ¿se justificó tanto derramamiento de sangre?

 

Este tipo de preguntas sobre lo que hubiera podido suceder históricamente, nunca tienen respuestas definitivas. Pero quizá la distinción entre los dos procesos sociales ocultos dentro de los pliegues de aquello que llamamos Revolución francesa, nos aporte un esbozo de respuesta relativa.

 

Si evaluamos la Revolución desde el punto de vista de su aspecto populista, tenemos que decir que fue un fracaso, fue una Revolución abortada, porque en el fondo era una revolución imposible; el mundo se dirigía hacia el horizonte liberal y cualquier intento populista o socialista no podía soportar la presión del movimiento histórico general. Ahora bien, si evaluamos la Revolución francesa desde el punto de vista del desarrollo de la sociedad liberal, quizá fue una convulsión innecesaria porque no cabe duda de que Francia se hubiera orientado inevitablemente en esa dirección con revolución o sin ella. Así sucedió en Inglaterra. Así sucedió incluso en Alemania, a pesar de la fuerza de los intereses tradicionales: si bien se crearon ciertas leyes de protección para las clases terratenientes aristocráticas, en general, la pandectística alemana instituyó un Derecho perfectamente liberal y moderno, en el que se consagraban las tres libertades fundamentales de los particulares, esto es, la libertad de propiedad, la libertad de contratar y la libertad de testar.[20] Así sucedió en el resto de Europa.  

 

En los Estados Unidos de Norteamérica, país «moderno» y liberal por antonomasia, la transformación social no requirió una revolución social. La llamada Revolución americana —incluso anterior en el tiempo a la Revolución francesa, aunque profundamente inspirada en los pensadores liberales franceses de la ilustración— es más bien una Guerra de Independencia: son dos ejércitos que luchan para definir si una nación va a seguir sometida a otra nación o si va a adquirir personalidad política propia. No hay en ella una lucha de clases ni una agitación de las masas contra sus dirigentes ni ajusticiamientos populares: el paso del absolutismo y del mercantilismo al liberalismo político y económico (con los profundos cambios que ello conlleva) se realizó sin mayores convulsiones.

 

Hay quienes sostienen que, sin la Revolución, el liberalismo no se hubiera impuesto cuando menos en el caso de Francia. Barrington Moore, por ejemplo, se pregunta si era realmente necesario el Terror, el derramamiento de sangre por la Revolución, y, en todo caso, ¿qué se logró con él? En su opinión, a diferencia de lo que sucedía en Inglaterra donde la nobleza se aburguesaba, en Francia, la burguesía de los siglos precedentes a la Revolución se había ido feudalizando. Por eso concluye que, sin los elementos radicales, la transformación no habría ido tan lejos.[21] Esto limita la Revolución francesa (y su secuela de violencia) de tener el carácter de necesidad universal a ser simplemente una necesidad francesa. Pero aún esta afirmación es discutible que, como el mismo Moore señala, se habría de todas maneras producido probablemente una modernización desde arriba, como en el caso de Alemania y de Japón[22]; de modo que la modernización no estaba excluida.

 

8 Transformación social y revolución: ¿cuál es el verdadero aporte francés?

 

En cualquier hipótesis, independientemente de si la Revolución francesa fue necesaria o no, no cabe duda de que sí fue necesario liberarse de los turbulentos agitadores, del Comité de la Salud Nacional y de todo lo que constituía lo más radical de la Revolución, para que ésta produjera sus frutos liberales.

 

Lo que Francia dio al mundo, lo que tuvo repercusiones universales, no fue quizá la Revolución de 1789-1795, sino las ideas liberales que los pensadores políticos, los juristas y los intelectuales franceses habían difundido y exaltado durante el siglo XVIII: el reconocimiento de la libertad como elemento esencial de la dignidad humana, la confianza en la razón, la actitud (tan ajena a la violencia) de tolerancia y de diálogo que surge de la igualdad frente a la ley, la fe en el hombre. Esos son verdaderamente los aportes profundos de Francia que, al margen de las distorsiones caricaturescas asumidas por sus formas revolucionarias y demagógicas, produjeron la moderna sociedad del siglo XIX: más allá de la diversidad de sistemas políticos —que dependen de múltiples circunstancias (alternancias de Imperio y República en Francia, Monarquía en Inglaterra, etc.)— lo importante es el espíritu democrático y liberal que anima al mundo nuevo y que fue un legado del pensamiento francés.

 

Personalmente, no creo que la violencia sea la partera de la historia. Por el contrario, pienso que los grandes cambios son aquellos silenciosos que van penetrando subrepticiamente en las costumbres y en el espíritu de las gentes hasta transformar a los hombres y crear un mundo diferente: los cambios en las relaciones sociales y económicas, la evolución firme del pensamiento, las conquistas de la tecnología, son los elementos dinámicos que alumbran las nuevas sociedades. La violencia no es sino un gesto teatral, un desliz de impaciencia, que tiene más un valor catártico que estructural y que muchas veces puede obstruir antes que facilitar la verdadera transformación social.

 

Ciertamente, más memorable es la Ilustración que la guillotina y más interesante es el siglo XVIII francés hasta 1789 que la Revolución francesa.

 

 



Notas

(*) Artículo escrito por Fernando de Trazegnis Granda. Profesor de Filosofía del Derecho en la PUCP.

[1] Michele Jules. Histoire de la Révolution Francaise (versión de 1869). La Plélade. Introducción, VI, T. I, p. 57.

[2] Ibídem, p. 58.

[3] Michelet, Jules. Op. Cit., L. I, Cap. V, p. 129.

[4] Michelet, Jules. Op. Cit., L. II, Cap. II, p. 178.

[5] Michelet, Jules. Op. Cit., L. II, Cap. II,  pp. 178-179.

[6] Michelet, Jules. Loc. Cit., p. 179.

[7] Michelet, Jules. Loc. Cit., T. I, p. 182.

[8] Michelet, Jules. Op. Cit., L. IV, Cap. VIII. T. I, p. 516.

[9] Michelet, Jules. Op. Cit., L. IV, Cap. VIII. T. I, p. 527.

[10] Tigar, Michel E. y Levy Madeleine R. El Derecho y el ascenso del capitalismo. México: Editores Siglo XXI, 1978, p. 224 et passim.

[11] Ibídem, p. 225.

[12] Ibídem, pp. 226-227.

[13] Ibídem, pp. 228-230.

[14] Tigar, Michael E. & Levy, Madeleine R. Op. Cit. p. 234.

[15] Wieacker Franz. Op. Cit. p. 14.

[16] Tigar, Michael E. & Levy, Madeleine R. Op. Cit. pp. 216-217.

[17] Tigar, Michael E. & Levy, Madeleine R. Op. Cit. p. 231.

[18] Michelet, Jules. Op. Cit., L. IV, Cap. IX. T. I, pp. 544-545.

[19] Michelet, Jules. Op. Cit., L. IV, Cap. IX. T. I, pp. 545-546.

[20] Wieacker, Franz. Il modello del Codici Civili classici e lo suiluppo della societá moderna, en Diritto privato e societá industriale (1974). Edizioni Scientifiche Italiane. Nápoles, 1983, pp. 13 y 15.

[21] Moore, Barrington. Los orígenes sociales de la dictadura y de la democracia. Barcelona: Ediciones Península, 1973, pp. 93-94.

[22] Ibídem, p. 98.


No hay comentarios:

Publicar un comentario