You say
you want a revolution, well you know,
We all
want to change to world.
You tell me that it's evolution, well, you know.
We all want to change the world
But when
you talk about destruction
Don't you know that you can count me out
John Lennon & Paul McCartney
1 El mito
Durante
mucho tiempo hemos recordado la Revolución francesa desde una perspectiva
romántica: siguiendo los pasos de Michelet, el historiador y poeta, hemos sido
enseñados desde la escuela que la Revolución francesa fue una gesta de la
libertad que abrió las puertas a la sociedad democrática y liberal del mundo de
hoy.
Es
verdad que el mito de la Revolución francesa no era absolutamente límpido:
nadie podía olvidar la violencia que se desencadenó en Francia durante ese
período. Pero se hacía un esfuerzo por desviar la atención de esos aspectos
repulsivos, tratándolos de intrascendentes (¡cómo si las vidas humanas
individualmente consideradas tuvieran poca importancia frente a la historia!).
De un lado, se decía que no debía confundirse el Terror con la Revolución y que
había que diferenciar el movimiento del año 1789 de la obsesión robesperierrana
de los años 1793-94; pasando por alto que la violencia estuvo presente desde el
primer momento de la Revolución y que, ya en 1789, cuando todavía no había sido
inventada la compasiva guillotina, Camille Desmoulins y Danton enviaban a sus víctimas
a ser colgadas en «la lanterne» (ahora diríamos, el poste de alumbrado público)
de la Place de Gréve. De otro lado, se excusaba la violencia con el argumento
de que era un subproducto inevitable pero menor de una gran Revolución. Dentro
de esta última línea de argumentación, la Revolución soviética de 1917 intentó
apropiarse de la imagen de la Revolución francesa para justificar su propio
terror: afirmó que todo cambio social genera resistencias que obligan a usar de
la violencia para superarlas y que por ello, la violencia fue indispensable
tanto en la Revolución francesa como en la Revolución rusa y que seguiría
siéndolo en todas las revoluciones futuras.
De
esta manera, con la contribución de los entusiastas de la libertad que
requerían que el «mito fundacional» que se había inventado no fuera empañado
por la realidad histórica y la contribución de los partidarios de la violencia
como método para el cambio social, la Revolución francesa quedó convertida en
el paradigma de toda transformación social auténtica, disfrazando sus horrores
bajo formas casi sacralizadas de expresión de la voluntad popular. Y este tipo
de conciencia mítica de los sucesos ocurridos en Francia entre 1789 y 1795 se
implantó insidiosamente aún en las conciencias de los hombres pacíficos, bajo
pena de ser «excomulgados» por ultrarreaccionarios. En todo caso, se pensaba,
es probable que todo gran cambio social exija algo de violencia, pero la época
de las revoluciones ha pasado, con lo que quedaban tranquilos los espíritus,
dado que esa pretendida comprobación (a nuestro juicio, equivocada) no tenía ya
ninguna repercusión práctica.
2 La violencia vista
desde la violencia
Sin
embargo, ocurre que hacia fines del siglo XX vivimos dos nuevas circunstancias
que quizá nos permiten apreciar la Revolución francesa en otra forma, tomando
más el peso de todos sus ingredientes, incluso los más inquietantes.
En
primer lugar, desde 1917 hasta nuestros días, el mundo ha tenido más
transformaciones sociales que en los doscientos años precedentes. Europa, en
las vísperas del siglo XXI —o más concretamente, Francia de 1989— es bastante
diferente de lo que fue hace ochenta años. Sin embargo, estos cambios se han
llevado a cabo sin lucha de clases, sin una exacerbación de los odios ni un
desencadenamiento de los resentimientos, sin violencia social, sin desbordes
callejeros ni juicios populares.
En
segundo lugar, (vivimos particularmente en ciertos países del mundo como el
Perú) una época nuevamente violenta; ahora sabemos realmente lo que es el Terror.
Y ciertamente ya no nos parece romántico que cuelguen personas de los postes,
que rueden cabezas, que vuelen ómnibus en pedazos o que, en general, se
asesinen personas bajo el pretexto de que se trata de «ejecuciones ordenadas
por el pueblo».
Con
estas dos nuevas perspectivas, ¿qué podemos decir los peruanos sobre la
Revolución francesa? Permítaseme intentar una respuesta utilizando como
elementos de apreciación los que se derivan de mi propia deformación
profesional. Podemos así replantear la pregunta en los siguientes términos:
¿qué puede pensar de la Revolución francesa un hombre de Derecho peruano de la
época actual?
3 La muerte del Derecho
a manos de los abogados
Quizá
lo primero que nos sorprende desde esta nueva manera de mirar la Revolución francesa
es la ambigüedad del papel del Derecho.
Es
evidente que toda revolución es una crispación de ilegalidad, es un acto contra
el orden legal establecido. Sin embargo, la Revolución francesa se lleva a cabo
en gran medida por abogados. Este protagonismo del Derecho es un acto
esencialmente antijurídico, se advierte a través de toda la Revolución. Todos
aquellos a quienes la Revolución consideró como sus precursores, sus ideólogos,
sus anunciadores, eran entusiastas partidarios del papel del Derecho en la vida
social. Michelet dice que «Montesquieu escribe, interpreta el Derecho. Voltaire
llora y clama por el Derecho. Rousseau lo fundamenta».[1]
En plena Revolución, Mirabeau, con su genio hiperbólico de orador, proclama:
«El Derecho es el soberano del mando».[2]
En la propia Asamblea Nacional, la mayoría de sus miembros eran abogados. Y
Michelet los critica por creer demasiado en las palabras: todo lo que querían
era dar una nueva Constitución, dice y agrega un comentario acre: «¡Cómo si una
Constitución pudiera representar algo,
con un gobierno en conspiración permanente».[3]
Aún
más, la Revolución francesa enfatiza su ataque contra el Poder Judicial del
antiguo régimen; sin embargo, se realiza en el seno del propio Poder Judicial y
utilizando procedimientos caricaturescamente judiciales: los más fervorosos
revolucionarios son jóvenes abogados, asistentes de los tribunales, personal
auxiliar de los juzgados, quienes forman un ejército de letrados (la basoche) que utilizan las armas de
una oratoria inflamada.
En
realidad, uno de los aspectos más decadentes del antiguo régimen y que
constituye un detonante de la violencia revolucionaria, es el Poder Judicial.
Señala Michelet que el Poder Judicial fue «quebrado por su inconsecuencia y su
contradicciones. Servil y astuto a la vez, por el Rey y contra el Rey, por el
Papa y contra el Papa, defensor de la ley y campeón del privilegio, habla de
libertad y resiste durante todo un siglo a todo progreso liberal».[4]
Pero, paradójicamente, estos abogados revolucionarios que critican ese Poder
Judicial inconsistente tienen más confianza en la violencia que en el Derecho:
no quieren reformar la administración de justicia para que cumpla realmente su
función; prefieren descartarla. Los más severos críticos de los tribunales franceses
prerevolucionarios no son las personas ajenas al Poder Judicial, no son la
gente de la calle: son los abogados quienes se agitan y remueven la pasión de
las masas contra su propia institución. De manera que la violencia, promovida
por abogados exaltados, fue apadrinada por la ineficacia y falta de integridad
de la institución que tenía la responsabilidad de conservar la brújula en ese
mar proceloso de las pasiones sociales, lección que debemos aprender: o el
Poder Judicial es capaz de marcar un rumbo sereno pero decidido de la vida
social o simplemente será reemplazado o desbordado por una fuerza o por otra.
Los
primeros grupos de revolucionarios que se reúnen en varios Clubs son
precisamente los abogados, quienes asumen con gran facilidad posiciones que
ahora llamaríamos ultras. Uno de estos grupos es el llamado Club Bretón, al cual, el propio Sieyés
asistió una vez y no quiso regresar más, pues dijo: «Hablan de atentados como
si fuera de expedientes judiciales, como chicos malvados de la calle que después
se ríen del mal que han hecho».[5]
Es en este Club que se forman Camille Desmoulins y Danton, el orador fulminante
y el rey del panfleto, que estuvieron
entre las cabezas más calientes de la Revolución. Michelet dice de ellos
que representan la comedia y la tragedia de la Revolución.[6]
Luego, Desmoulins y Danton fundan el Club
des Cordeliers, que se especializa en aplicar el terror para suprimir a
quienes ahora serían llamados «enemigos de clase», ya sea espantándolos de tal
forma con sus amenazas que se sientan obligados a emigrar, ya sea eliminándolos
físicamente a través de «juicios populares». En efecto, este Club aplica
primero el terror psicológico. Comienzan proponiendo que hay que volver a poner
en vigencia las viejas torturas medievales, olvidadas durante siglos, pero para
aplicarlas esta vez a los enemigos del pueblo. Este tipo de lenguaje lleva
inmediatamente a una serie de personajes del gobierno del rey a buscar refugio
en el extranjero. Al comprobar la eficacia intimidatoria del terrorismo para
sacar de la escena a las personas a quienes consideraban estorbos políticos,
Desmoulins y Danton instauran los juicios populares, de esta forma se acelera
la huida al extranjero y, a los que se quedan a pesar de todo, se los suprime
físicamente.
En
estos juicios, denuncia el propio Michelet, Desmoulins, con bastante ligereza,
acusaba a cualquier persona en un tono de picante humo y el tribunal popular
terminaba condenándola a muerte en medio de una farsa judicial. Dice Michelet
que un Camille Desmoulins hacía saltar la liebre, abría la cacería; un Danton
la empujaba hasta la muerte. Y no faltaban hombres pálidos y furiosos, listos
para proceder a la ejecución de inmediato. Las mujeres vagaban entre esta
multitud, enfurecidas como leonas que buscan alimento para sus hijos. Eran las
más ásperas, las más furiosas, daban gritos frenéticos, criticaban a los
hombres por su lentitud en juzgar y condenar. Ellas, en realidad, habían
colgado al reo aún antes de que fuera oído.[7]
Es
sintomático de este tipo de procesos desbocados el hecho que Desmoulins y
Danton fueran a su vez condenados a muerte cuatro años más tarde por
Robespierre, acusados por Saint-Just del crimen de haber propuesto la formación
de un «Comité de la Clemencia». Y luego, serán ejecutados Saint-Just y el
propio Robespierre.
Esta
violencia no es, pues, un producto exclusivamente del genio calenturiento de un
Robespierre. Ya en medio de la inicial euforia revolucionaria de 1789, nadie
creía en otra justicia que nos fuera el sentimiento exaltado del pueblo. Y son
los hombres de Derecho, en especial, quienes impulsan y utilizan esta actitud
irracional de las masas, disfrazándola con un simulacro de legalidad. Más
tarde, en la época propiamente del Terror, la invocación a la fuerza bruta sale
nuevamente de los hombres de Derecho quienes, al decir de Michelet, empujan a
la masa ciega a resolver las cuestiones del espíritu por la acción material.[8]
Es
importante notar que, en esas condiciones, la seguridad jurídica —tan
fundamental en el Derecho moderno y tan apreciada por ese pensamiento liberal
que teóricamente surge de la Revolución francesa— no existe en absoluto.
Cualquiera denuncia a cualquiera, con grandes posibilidades de éxito: el éxito
dentro de este contexto consiste en que el denunciado sea ejecutado. Las
denuncias son verbales ante los comités revolucionarios o directamente ante el
tribunal popular desde la masa del público asistente a los juicios o por
escrito en documentos dirigidos a los fiscales o en panfletos públicos que
circulaban diariamente por las calles. Según Michelet, el que era nombrado en
la mañana en el periódico publicado por Marat, tenía grandes probabilidades de
ser ejecutado en la tarde.[9]
No son solo los aristócratas que quienes sucumben en la guillotina durante el Terror.
El frenesí sancionador —tan ajeno al espíritu de serenidad del Derecho— no
permite colocar límite alguno. De manera que cualquiera, aún por los cargos más
nimios o por resentimientos personales dentro de los propios sectores
populares, podía ser llevado por la ola de la pasión hasta el banquillo de los
acusados; lo que significaba casi invariablemente la obligación de pasar
después a hacerle una visita a la señora guillotina. Cuando la seguridad
jurídica ha sido puesta fuera de la agenda, nadie tiene la vida garantizada, ya
sea personaje público (conservador o revolucionario), ya sea persona común y
corriente que sufre la desgracia de tener un enemigo entre sus vecinos o
conocidos: la denuncia no se hace esperar y, ante la falta de todo control
racional en los procesos, la suerte de los acusados está sometida a las
veleidades del intuicionismo popular. Uno a uno fueron cayendo los propios
líderes de la Revolución y con ellos una gran cantidad de personas del pueblo
que eran denunciadas por las razones más variadas. Evidentemente, estas
denuncias no requerían de mayores pruebas: lo que primaba era el sentimiento
popular y no importaba si la antipatía de la masa de público asistente obedecía
a causas diferentes a las del delito imputado: el clamor popular condenaba o
salvaba (menos frecuentemente) a los acusados. Toda la teoría sutil y compleja
del análisis de la prueba, que venía desarrollándose desde mucho tiempo atrás y
que es uno de los pilares más sólidos de nuestro Derecho moderno, fue puesta en
suspenso como una incomodidad.
De
esta manera, la Revolución francesa puede ser vista como la muerte del Derecho
a manos de los abogados.
4 El fin de la
Revolución como condición del surgimiento de un nuevo Derecho
Sin
embargo, la Revolución francesa aporta, sin duda, un nuevo Derecho. Es
innegable que la Declaración de Derechos del Hombre y que el Code-Napoleón
ponen en evidencia las bases del pensamiento jurídico-político del mundo del
siglo XIX y del siglo XX.
En
realidad, paralelamente a esos abogados convertidos en oradores de plazuela,
que se dedican a enjuiciar y ejecutar casi por diversión, hay otros que
estudian en silencio y con seriedad las transformaciones que requiere el
Derecho. Estos últimos no tienen ninguna figuración en esos días escandalosos;
sin embargo, cuando las cosas se calmen, cuando las calles se tranquilicen,
estos juristas aparentemente oscuros van a ser los redactores del Código
Napoleón y quienes van a proporcionar el verdadero aporte de la época al
Derecho moderno.
Nos
encontramos así ante una paradoja que enfrenta el orden social con el Derecho,
pero que se presenta bajo dos versiones. La primera versión, que antes hemos
expuesto, consiste en que el Derecho parece lo contrario de la Revolución y,
sin embargo, los abogados son los primeros revolucionarios y los que con más
entusiasmo desmontan el sistema jurídico hasta sus mismas bases. La segunda
versión consiste en que el Derecho que pudiéramos llamar revolucionario no
surge de la Revolución, sino de la muerte de la Revolución.
Pero
quizá esta aparente paradoja no es tal si es que entendemos que en la Francia
de fines del siglo XVIII están ocurriendo dos cosas a la vez que no deben ser
confundidas: una revolución (en el sentido fuerte del término), una
efervescencia popular dentro de una atmósfera de violencia social y de
agitación callejera, de un lado; y una transformación profunda de la
consciencia social del otro, que se produce no a causa de la agitación popular,
sino quizá a pesar de ella. Es esta transformación más de fondo y solo
circunstancialmente ligada a la revolución, la que da lugar a ese nuevo Derecho
que después se ha llamado —quizá indebidamente— «revolucionario».
Si
los cambios ocurridos en el mundo occidental entre los siglos XVI y XVIII traen
efectivamente algo nuevo, esto es el pensamiento liberal. Ahora bien, el
Derecho liberal no se desarrolla en Francia como parte del élan revolucionario, sino más bien florece cuando la Revolución
termina, cuando las aguas tormentosas de la vida social vuelven a sus cauces y
hasta se restablece un nuevo absolutismo con Napoleón.
Las
leyes del período revolucionario no fueron tan revolucionarias desde el punto
de vista de los secretos populares.[10]
Es verdad que el 4 de agosto de 1789 la Asamblea declara suprimida la
servidumbre personal; pero en la práctica, la servidumbre personal apenas
existía, por lo que en el decreto no hacía sino confirmar una situación de
hecho.[11]
En ningún momento hay intención de distribuir las tierras entre los campesinos,
convirtiéndolos «revolucionariamente» en modernos propietarios. Todo lo que se
dispuso es que los campesinos podían rescatar la tierra, comprando los derechos
a los antiguos señores. Y este sistema, llamado de rescate, benefició
fundamentalmente a los nuevos ricos: como el valor capitalizado era muy alto,
los campesinos no podían pagarlo. Fue entonces la burguesía rica, que se venía
formando en Francia desde la época de Colbert, que aprovechó los sistemas de
rescate para hacerse de grandes extensiones a costa tanto de los antiguos
señores como de los campesinos. Estos últimos, sin recursos suficientes para
convertirse en propietarios, preferían ceder sus derechos y luego enrolarse
como jornaleros en los grandes dominios de los nuevos propietarios burgueses.
Ni siquiera las tierras del rey y de la Iglesia que fueron confiscadas, se
repartieron entre los campesinos; más bien, se sacaron a remate público y
fueron adquiridas también por nuevos ricos. No hubo pues, una reforma agraria
ni nada semejante. La Asamblea nunca se propuso verdaderamente redistribuir la
tierra entre los campesinos.[12]
En
las ciudades, los gremios de trabajadores fueron combatidos considerándolos
instituciones anacrónicas porque dificultaban la libre contratación de mano de
obra por los nuevos empresarios. Para ese dinámico empresario burgués que había
comenzado a aparecer desde el siglo XVII y que ahora encontraba una oportunidad
en medio de la confusión general, la intervención del gremio era un estorbo: el
empresario prefería tratar directamente con cada trabajador y fijar con él su
sueldo y sus condiciones de trabajo sin que mediara una organización de
trabajadores. Claro está que los gremios eran instituciones muy enraizadas en
la vida social; y no era fácil suprimirlas de golpe en nombre de una libertad
de contratación y de una libertad de trabajo que beneficiaban fundamentalmente
a los empresarios. Hubo, pues, un cierto temor a la reacción popular contra la
supresión total de los gremios y esto dificultó la implantación de nuevas
industrias en las ciudades. Pero el campo no estaba dentro de la jurisdicción
de los gremios. En consecuencia, se otorgaron múltiples autorizaciones para
establecer industrias y negocios en las zonas rurales, en esas tierras
rescatadas por la burguesía o adquiridas en los remates de propiedades del rey
o de la Iglesia. Ahí en el campo, al margen de la reglamentación aplicable a
las actividades urbanas, los empresarios podían contratar directamente a los
trabajadores sin la injerencia de los gremios. De esta manera, las nuevas
grandes empresas se crearon muchas veces fuera de las ciudades, a fin de contar
con asalariados que no formaran parte de gremios.[13]
No
cabe duda de que estas medidas contribuyeron a cambiar la economía de Francia y
permitieron el desarrollo de un mundo liberal-capitalista. Pero estos cambios
no operaron precisamente en el sentido que reclamaban Marat y las turbas
revolucionarias: la revolución parece haber tomado un camino y las medidas
liberales otro distinto.
5 El Código Napoleón:
un nuevo modelo de sociedad
En
realidad, los años propiamente revolucionarios, a pesar de toda su algarabía (o
quizá a causa de ella), no produjeron textos legales de importancia.
La
gran innovación jurídica se va a producir recién con el Código Civil promulgado
por Napoleón. Es en este cuerpo legal que se diseña un nuevo modelo de
sociedad, un nuevo modelo de relaciones interpersonales, una nueva concepción
de la propiedad y del contrato, que el propio Napoleón se encargará de difundir
rápidamente por Europa y que, más tarde, se esparcirá por todo el mundo.
Napoleón
lleva primero este Código a los territorios de la «Gran Francia Imperial», la
actual Bélgica, Luxemburgo, las zonas de Alemania anexadas por Napoleón (como
la Renania, el Palatinado, la margen izquierda del Rhin), también el Norte de
Italia, Holanda. Después, este Código extiende su influencia más allá de las
conquistas francesas: es adoptado tal cual o con algunas modificaciones por una
parte de Alemania, una parte de la actual Polonia, varios cantones de Suiza,
las dos Sicilias, en Rumanía se puso en vigencia una simple traducción, en
Portugal y España se dieron Códigos con marcada influencia del napoleónico. Sin
embargo, su área de aplicación no se limitó a Europa. A los pocos años de
promulgado en Francia, fue entusiastamente acogido por el Estado de Luisiana de
los Estados Unidos de Norteámerica; en la América española sirvió de
inspiración a la mayor parte de los Códigos del siglo pasado, incluyendo el
nuestro de 1852. En Asia, Japón importó en la década de 1880 a un experto en el
Código francés —el jurista Boissonade— para que redactara un Código japonés al
estilo del napoleónico. Egipto en África y el Líbano en el Medio Oriente
impusieron también el Código francés. Napoleón, ya en el exilio, dijo alguna
vez: «Mi verdadera gloria no son las cuarenta batallas que he ganado; porque la
derrota de Waterloo destruirá el recuerdo de todas esas victorias. Lo que nada
podrá destruir, lo que vivirá para siempre, es mi Código Civil».
El
Código Napoleón fue promulgado el 29 de Ventoso del año XII de la República,
esto es, dentro de los términos de nuestro calendario, el 20 de marzo de 1804.
El presidente de la Comisión Codificadora fue Jean Portalis y sus principales
colaboradores fueron Bigot-Premeneu, Treilhard y Tronchet. Sin embargo, Napoleón
podía hablar con propiedad de «su» Código porque participó activamente en las
discusiones, se interesó en los temas más técnicos del Derecho y defendió
ardorosamente el Proyecto logrando que fuera convertido en ley.
Pero,
notemos bien, cuando se promulga el Código, prácticamente la Revolución ha
terminado, cuando menos en su aspecto popular, callejero, turbulento.
Esto
no quiere decir que durante los años de la Revolución misma no hubiera habido
preocupación por tener un cuerpo de leyes más moderno. Pero la agitación del
momento y el carácter populista hasta la demagogia que primaba en el ambiente
no permitió que Francia pudiera darse un Código. Ya en 1790, los miembros de la
Asamblea Nacional —en gran parte abogados, como hemos visto— habían adoptado
una resolución unánime en el sentido de que habría un Código Civil válido para
todo el territorio nacional, a diferencia del anterior Derecho consuetudinario
que variaba según las regiones. Y en 1793, en pleno Terror, la Convención
Nacional encargó al Duque de Cambacéres que, con la ayuda de una comisión,
redactara un proyecto de Código. Cambacéres propuso varios proyectos que fueron
sucesivamente rechazados. Los tiempos no estaban listos para una reflexión
serena sobre el Derecho: mientras las cabezas caían rítmicamente bajo la
guillotina y los que habían sido políticos amigos antes se convertían en
políticos enemigos para poco después pasar a la categoría de políticos muertos,
no se le podía pedir a nadie que discutiera seriamente el conjunto de artículos
de un Código Civil. Es interesante señalar que el motivo del rechazo de los
proyectos de Cambacéres fue que eran muy técnicos y que el pueblo no podría
comprenderlos fácilmente. Como se puede ver, predominaba el intuicionismo
populista sobre cualquier construcción técnica.
Es
solo cuando el orden comienza a clarear nuevamente, bajo la dirección fuerte de
Napoleón, que la idea de un Código Civil encuentra su camino. Sin embargo, este
camino se aleja mucho de la reciente historia revolucionaria como lo señala el
propio Portalis al presentar el Proyecto al Consejo de Estado en un discurso
que Napoleón después consideró como la versión oficial de la historia del
Código.
En
verdad, esta historia oficial no parece nada revolucionaria. Al citar a los
políticos y juristas que con sus trabajos hicieron posible la codificación,
Portalis no menciona a ninguno de los encendidos abogados que agitaron las
turbas, como Camille Desmoulins. Ciertamente, no menciona a Saint-Just, que
había sido el fiscal del tribunal revolucionario durante el Terror. De acuerdo
a esa historia del Código expuesta por Portalis, parecería que todo lo hecho
por los abogados propiamente revolucionarios no había dejado ninguna huella.
Más bien, Portalis remonta la historia del Código nada menos que a las leyes de
Carlomagno, y más próximamente, a Luis XIV y su ministro Colbert. Luego
menciona a Jean Domat, un jurista del antiguo régimen, quien en el siglo XVII,
había comenzado a sistematizar el Derecho consuetudinario francés. También hace
referencia a Montesquieu. Pero, a pesar de la aureola prerevolucionaria que se
le ha querido otorgar, no cabe duda de que los cambios que planteaba Montesquieu
estaban muy lejos del Terror de la «democracia» callejera y de los juicios
populares: como accionista de la Compañía de Indias que explotaba plantaciones
de caña y café en las Antillas y que desarrollaba incluso el tráfico de
esclavos, la sociedad a la que apuntaba Montesquieu parecía ser más una en la
que existiera libertad de comercio unida a la seguridad y tranquilidad
necesarias para permitir la fluidez de las transacciones.[14]
Otro hito intelectual en la historia del Código, según Portalis, era
Robert-Joseph Potier, un tranquilo profesor de Derecho Romano que se había
especializado en el Derecho de Obligaciones y Contratos, esto es, en aquella
rama del Derecho más cercana a la vida comercial y más lejana a las inquietudes
políticas revolucionarias.
Estamos,
pues, muy distantes de aquellos abogados agitadores de plazuela y propugnadores
de los juicios populares. Siguiendo ese discurso de Portalis, podríamos decir
que la historia del Código comienza muy atrás, bastante antes de la Revolución,
si no en Carlomagno (lo que parece un poco exagerado), cuando menos en Luis XIV
y en los esfuerzos de Colbert para sistematizar racionalmente la legislación. Y
aunque esa tendencia modernizadora sigue desarrollándose a través de dos siglos
hasta llegar a Napoleón y la Comisión Codificadora, da la impresión de que
existe una suerte de bache o de interrupción en los últimos diez años
precisamente a causa de la Revolución. El Code es obra fundamentalmente de una
tradición humanista-romanista, que es la de la jurisprudencia culta[15],
que venía desarrollándose desde hacía varios siglos y que cada vez se inspiraba
más en los ideales liberales de la naciente burguesía.
En
realidad, los autores del Código se preocuparon mucho de que no se les
confundiera con esos revolucionarios de la guillotina y los procesos sumarios.
Portalis trata todavía de salvar el sentido de la Revolución, utiliza el
recurso de minimizar los hechos que le parecen atropellos contra el Derecho,
considerándolos como meras anomalías, ajenas al proceso de cambio. Dice, por
ejemplo: «Para recuperar los beneficios de la libertad, el país cayó por un
breve momento en la licencia. Para suprimir el sistema odioso de los
privilegios y las preferencias y precaver su renacimiento, algunos procuraron
nivelar todas las fortunas tras haber nivelado todos los órdenes sociales…».
Adviértanse las expresiones que se orientan a limitar la trascendencia de los
actos propiamente revolucionarios: «por un breve momento», «algunos». Sin
embargo, preocupado de que esta forma de camouflage
no distinga de manera clara su posición discrepante, inmediatamente agrega
distancias y descarta la pretendida obra jurídica de la Revolución: «Pero luego
se destacaron ideas más moderadas; las primeras leyes se enmendaron, se
exigieron nuevos planes: se comprendió que un Código Civil debe prepararse con
sapiencia y no imponerse con furor y con prisas».[16]
En realidad, la crítica de Portalis a las formas presuntamente jurídicas de la
revolución, parte de un punto de vista conservador y mesurado, y es muy dura:
dice que durante el período propiamente revolucionario: «Las instituciones se
sucedían vertiginosamente y sin posibilidad de que ninguna se asentara. El
espíritu revolucionario penetraba por doquier. Llamamos ‘espíritu
revolucionario’», señala siempre Portalis, «al deseo exaltado de sacrificar
violentamente todos los derechos a un objetivo político, y de no admitir
ninguna consideración fuera de un interés del Estado, misterioso y cambiante».[17]
En otro pasaje, dice siempre Portalis: «El espíritu de moderación es el
verdadero espíritu del legislador; el bien político y el bien social se
encuentran siempre en medio de los dos extremos».
No
cabe duda de que estamos ante una transformación social profunda. Pero, en vez
de ser el resultado de la erupción revolucionaria, parece ser el desarrollo de
una tradición dinámica que no comienza sino que culmina con estos
codificadores, que se sentían más herederos de Luis XIV que de Robespierre, más
herederos de los juristas del antiguo régimen como Domat y Pothier que de un
Desmoulins o de un Saint-Just.
6 La Revolución
francesa: ¿mito o paradoja?
La
Revolución francesa, vista desde la perspectiva del Derecho actual, ha dejado
de ser un mito fundador para convertirse en una situación aparentemente
desconcertante. Preconizada por abogados, se desarrolla dentro de la más
eufórica ilegalidad de los juicios populares. De otro lado, llamada a crear el
Derecho moderno, liberal, basado en la seguridad jurídica y la garantía de los
derechos individuales, instaura un régimen de terror y de falta de respeto de
los derechos individuales; al punto que el Derecho moderno va a ser el
producto, no del triunfo, sino quizá del fin de la Revolución y del retomar con
Napoleón el pensamiento jurídico de los siglos anteriores.
Quizá
podamos entender mejor la cuestión si consideramos que durante la época en que
sucede la Revolución francesa no se desarrolla un proceso único, sino cuando
menos dos procesos, cada uno de los cuales tiene propósitos coincidentes en
cuanto la necesidad de destruir ciertos aspectos del antiguo régimen, pero
quizá no los mismos; además, estos procesos son profundamente discrepantes en
cuanto a la sociedad que proponen en reemplazo. Tal discrepancia en cuanto a
fines conllevará también una discrepancia en cuanto a métodos y procedimientos.
Michelet
dice que hay dos principios que animaron a la Revolución. Uno, fue la justicia,
la humanidad equitativa, que fue lo que puso en marcha el proceso de cambio y
que era su orientación natural. El otro fue el principio de «salud pública»,
que justificó el recorte de los derechos individuales y que perdió a Francia;
la perdió porque, arrojándola en un crescendo de asesinatos que no podían ser
detenidos, hizo —dice Michelet— que Francia fuera execrable frente a Europa, le
creó odios inmortales.[18]
Este recurso al interés público, a la salud nacional como criterio supremos, por
encima de todo derecho adquirido, no fue tampoco altruista; según Michelet (el
historiador fervorosamente enamorado de la Revolución y, como tal,
insospechable de conservadurismo), estuvo determinado por la necesidad de un
grupo de abogados jacobinos de recuperar popularidad; había entonces un interés
personal político detrás del presunto interés nacional.[19]
Podríamos
replantear esta distinción de Michelet entre la «justicia» y la «salud pública»
desde otra perspectiva. La historia de la época presenta un doble componente de
democracia popular (en algunos aspectos cercana al socialismo) y de liberalismo
social y económico. Es por eso que decimos que son dos procesos que se
desarrollan paralelamente; y no solo uno, revolucionario, callejero. Tanto en
la burguesía enriquecida como las clases populares querían un sistema social
distinto. Pero mientras los secretos populares planteaban la nivelación de
fortunas, daban rienda suelta a sus resentimientos a través de las ejecuciones
y proponían un tipo de organización política en la que se diera la primacía
absoluta a un abstracto interés general, la nueva clase burguesa quería
simplemente un espacio social en el cual impulsar todo su dinamismo, un
reconocimiento manifiesto de la dignidad de la persona (como se hizo en la
Declaración de los Derechos del Hombre) y una aplicación práctica de tal
dignidad humana basada en la libertad individual, a través de oportunidades
para desarrollar la iniciativa privada, una liberalización de la economía, la
eliminación de las trabas tradicionales a la libre circulación de la propiedad.
El segundo de estos procesos, la transformación liberal, hubiera podido darse sin
necesidad de ninguna convulsión social y aún quizá sin derrocar a la Monarquía:
los propios aristócratas tradicionales hubieran podido asumir como suyos los
valores burgueses y llevar a cabo los cambios sociales como sucedió en
Inglaterra. Para la clase burguesa, la Revolución se presenta no como un bien
en sí mismo, sino como un mal que quizá juzgan inevitable, pero que puede poner
en peligro sus objetivos sociales; aun cuando, finalmente, la logran controlar
y capitalizar. Después de diez años de riesgos durante los períodos exaltados
del proceso revolucionario, la burguesía logrará retomar el control de la
situación. Los proyectos niveladores y socialistas, las ideas más radicales y
los intentos de los movimientos armados que luchaban en la calle, sucumbieron
ante la voluntad de quienes deseaban expresar, codificar y ampliar la visión
burguesa de un mundo organizado de manera más libre.
En
realidad, mientras los niveladores de fortunas se sentirán más a gusto con
Marat y Robespierre, los burgueses se sienten más cómodos con Napoleón; aunque
este restaure el Imperio y reconstituya algunas formas sociales tradicionales.
En el fondo, esa burguesía hubiera preferido que, si el rey y la nobleza
tradicional no se daban cuenta de que la historia llevaba inevitablemente al
mundo hacia el liberalismo, Napoleón hubiera aparecido antes y hubiera
realizado la transformación desde arriba, ahorrando a Francia ese despilfarro
de energía social y el costo social en vidas y bienes que representó la
Revolución.
7 ¿Fue necesaria la
Revolución francesa?
Desde
nuestro punto de vista de fines del siglo XX, la pregunta que todos nos hacemos
es: ¿se justificó tanto derramamiento de sangre?
Este
tipo de preguntas sobre lo que hubiera podido suceder históricamente, nunca
tienen respuestas definitivas. Pero quizá la distinción entre los dos procesos
sociales ocultos dentro de los pliegues de aquello que llamamos Revolución
francesa, nos aporte un esbozo de respuesta relativa.
Si
evaluamos la Revolución desde el punto de vista de su aspecto populista,
tenemos que decir que fue un fracaso, fue una Revolución abortada, porque en el
fondo era una revolución imposible; el mundo se dirigía hacia el horizonte
liberal y cualquier intento populista o socialista no podía soportar la presión
del movimiento histórico general. Ahora bien, si evaluamos la Revolución
francesa desde el punto de vista del desarrollo de la sociedad liberal, quizá
fue una convulsión innecesaria porque no cabe duda de que Francia se hubiera
orientado inevitablemente en esa dirección con revolución o sin ella. Así
sucedió en Inglaterra. Así sucedió incluso en Alemania, a pesar de la fuerza de
los intereses tradicionales: si bien se crearon ciertas leyes de protección
para las clases terratenientes aristocráticas, en general, la pandectística
alemana instituyó un Derecho perfectamente liberal y moderno, en el que se
consagraban las tres libertades fundamentales de los particulares, esto es, la
libertad de propiedad, la libertad de contratar y la libertad de testar.[20]
Así sucedió en el resto de Europa.
En
los Estados Unidos de Norteamérica, país «moderno» y liberal por antonomasia, la
transformación social no requirió una revolución social. La llamada Revolución
americana —incluso anterior en el tiempo a la Revolución francesa, aunque
profundamente inspirada en los pensadores liberales franceses de la
ilustración— es más bien una Guerra de Independencia: son dos ejércitos que
luchan para definir si una nación va a seguir sometida a otra nación o si va a
adquirir personalidad política propia. No hay en ella una lucha de clases ni
una agitación de las masas contra sus dirigentes ni ajusticiamientos populares:
el paso del absolutismo y del mercantilismo al liberalismo político y económico
(con los profundos cambios que ello conlleva) se realizó sin mayores
convulsiones.
Hay
quienes sostienen que, sin la Revolución, el liberalismo no se hubiera impuesto
cuando menos en el caso de Francia. Barrington Moore, por ejemplo, se pregunta
si era realmente necesario el Terror, el derramamiento de sangre por la
Revolución, y, en todo caso, ¿qué se logró con él? En su opinión, a diferencia
de lo que sucedía en Inglaterra donde la nobleza se aburguesaba, en Francia, la
burguesía de los siglos precedentes a la Revolución se había ido feudalizando.
Por eso concluye que, sin los elementos radicales, la transformación no habría
ido tan lejos.[21]
Esto limita la Revolución francesa (y su secuela de violencia) de tener el
carácter de necesidad universal a ser simplemente una necesidad francesa. Pero
aún esta afirmación es discutible que, como el mismo Moore señala, se habría de
todas maneras producido probablemente una modernización desde arriba, como en
el caso de Alemania y de Japón[22];
de modo que la modernización no estaba excluida.
8 Transformación social
y revolución: ¿cuál es el verdadero aporte francés?
En
cualquier hipótesis, independientemente de si la Revolución francesa fue
necesaria o no, no cabe duda de que sí fue necesario liberarse de los
turbulentos agitadores, del Comité de la Salud Nacional y de todo lo que
constituía lo más radical de la Revolución, para que ésta produjera sus frutos
liberales.
Lo
que Francia dio al mundo, lo que tuvo repercusiones universales, no fue quizá
la Revolución de 1789-1795, sino las ideas liberales que los pensadores
políticos, los juristas y los intelectuales franceses habían difundido y
exaltado durante el siglo XVIII: el reconocimiento de la libertad como elemento
esencial de la dignidad humana, la confianza en la razón, la actitud (tan ajena
a la violencia) de tolerancia y de diálogo que surge de la igualdad frente a la
ley, la fe en el hombre. Esos son verdaderamente los aportes profundos de
Francia que, al margen de las distorsiones caricaturescas asumidas por sus
formas revolucionarias y demagógicas, produjeron la moderna sociedad del siglo
XIX: más allá de la diversidad de sistemas políticos —que dependen de múltiples
circunstancias (alternancias de Imperio y República en Francia, Monarquía en
Inglaterra, etc.)— lo importante es el espíritu democrático y liberal que anima
al mundo nuevo y que fue un legado del pensamiento francés.
Personalmente,
no creo que la violencia sea la partera de la historia. Por el contrario,
pienso que los grandes cambios son aquellos silenciosos que van penetrando
subrepticiamente en las costumbres y en el espíritu de las gentes hasta
transformar a los hombres y crear un mundo diferente: los cambios en las
relaciones sociales y económicas, la evolución firme del pensamiento, las
conquistas de la tecnología, son los elementos dinámicos que alumbran las
nuevas sociedades. La violencia no es sino un gesto teatral, un desliz de
impaciencia, que tiene más un valor catártico que estructural y que muchas
veces puede obstruir antes que facilitar la verdadera transformación social.
Ciertamente,
más memorable es la Ilustración que la guillotina y más interesante es el siglo
XVIII francés hasta 1789 que la Revolución francesa.
Notas
(*) Artículo escrito por Fernando de Trazegnis Granda. Profesor de Filosofía del Derecho en la PUCP.
[1] Michele Jules. Histoire de la
Révolution Francaise (versión de 1869). La
Plélade. Introducción, VI, T. I, p. 57.
[2] Ibídem, p. 58.
[3] Michelet, Jules. Op. Cit., L. I, Cap. V, p. 129.
[4] Michelet, Jules. Op.
Cit., L. II, Cap. II, p. 178.
[5] Michelet, Jules. Op. Cit., L. II, Cap. II, pp. 178-179.
[6] Michelet, Jules. Loc. Cit., p. 179.
[7] Michelet, Jules. Loc. Cit., T. I, p. 182.
[8] Michelet, Jules. Op. Cit., L. IV, Cap. VIII. T. I, p.
516.
[9] Michelet, Jules. Op. Cit., L. IV, Cap. VIII. T. I, p. 527.
[10] Tigar, Michel E. y Levy Madeleine
R. El
Derecho y el ascenso del capitalismo.
México: Editores Siglo XXI, 1978, p. 224 et
passim.
[11] Ibídem,
p. 225.
[12] Ibídem,
pp. 226-227.
[13] Ibídem, pp. 228-230.
[14] Tigar, Michael E. &
Levy, Madeleine R. Op. Cit. p. 234.
[15] Wieacker Franz. Op. Cit. p. 14.
[16] Tigar, Michael E. &
Levy, Madeleine R. Op. Cit. pp.
216-217.
[17] Tigar, Michael E. &
Levy, Madeleine R. Op. Cit. p. 231.
[18] Michelet, Jules. Op. Cit., L. IV, Cap. IX. T. I, pp.
544-545.
[19] Michelet, Jules. Op. Cit., L. IV, Cap. IX. T. I, pp.
545-546.
[20] Wieacker, Franz. Il modello del
Codici Civili classici e lo suiluppo della societá moderna, en Diritto privato
e societá industriale (1974). Edizioni Scientifiche Italiane. Nápoles,
1983, pp. 13 y 15.
[21] Moore,
Barrington. Los orígenes sociales de la
dictadura y de la democracia. Barcelona: Ediciones Península, 1973, pp.
93-94.
[22]
Ibídem, p. 98.
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