Orden social
es convivencia pacífica. Fruto del bienestar, significa coexistencia tranquila
y consciente. No es orden social la convivencia silenciosa por la fuerza de la
norma o de la autoridad. Orden social es la coexistencia sin conflicto; cuando
la satisfacción de las necesidades sociales establece la paz, sobre la que se
alza la justicia. Condición, que no se cumple ni remotamente, en la sociedad
subdesarrollada, es que el hombre no tenga inseguridad, ni angustia para
satisfacer sus necesidades presentes o futuras. El orden social presupone
seguridad y libertad.
La sociedad
subdesarrollada, donde el hambre afila los puñales de la ignorancia, hace de la
vida un solo y desesperado conflicto. Es que el orden social debe resultar de
la justicia. Solo podrá vivir en paz, quien haya alcanzado la justicia, como
ecuación entre necesidades materiales y espirituales y los bienes para satisfacerla
con dignidad. ¡Qué distante esta justicia del habitante del tercer mundo y
mucho más del habitante peruano cuyas condiciones materiales ostentan índices
pavorosos de desnutrición, tuberculosis y analfabetismo! El hombre no
alimentará su cuerpo y menos podrá alimentar su espíritu si es que no logra los
bienes con que atender a sus necesidades. Solo domina las luces del
conocimiento quien haya salido de las lobregueces de la miseria. Hay que
liberarse primero del hambre, para liberarse de la ignorancia. Por eso en los
pueblos oprimidos, sometidos a la voluntad de los grupos de gobernantes nativos
o foráneos, no florecerán, ni la educación ni la cultura. El Estado, ente
jurídico extraño para la gran mayoría, seguirá siendo el gran convidado de piedra
en la mesa de la cultura. No se puede pues lograr orden social, cuando las
necesidades sociales están insatisfechas y los hombres llegan hasta al delito
para atenderlas.
Es difícil que
el bello texto constitucional se haga realidad cuando la mujer que merece la
tutela estatal, se prostituye para sobrevivir; cuando el niño, sujeto
privilegiado de la preocupación del Estado, envejece prematuramente, limpiando
zapatos o pastoreando ganado para ayudar a la economía familiar; cuando el
obrero tasca el freno de la impotencia al cerrársele la enésima puerta,
buscando trabajo sin suerte, después de que orgullosa la Constitución le
reconoce el derecho al trabajo y más aún, el derecho a elegirlo; cuando el
campesino sin tierra se extraña voluntariamente de los Andes e invade la urbe,
transportando familia y costumbres que la elocuencia constitucional le reconoce
el derecho a la tierra. ¡Qué crudas las mentiras constitucionales frente a la
tozudez de la realidad! Es la profunda contradicción entre el derecho subjetivo
y el derecho objetivo. Entre el derecho que nace de la norma jurídica y el
derecho que no se realiza en la vida. La contradicción entre derecho objetivo y
derecho subjetivo, es la muestra más clara de la inseguridad en que vive el
hombre de esta sociedad en permanente desorden social.
La voluntad
popular es la fuente primigenia de la soberanía y del poder del Estado. Cuando
el ciudadano concurre a las ánforas da nacimiento al poder del Estado, al que
transmite la soberanía del pueblo. Esta también resulta otra ilusión
democratizante. Cuando el habitante del país oprimido elige a los
representantes que ejercerán el poder del Estado, solo cumple una obligación
legal. Las elecciones sirven no para que el hombre elija a sus mandatarios,
sino para que escoja a sus opresores de turno. Decir que el Estado de derecho
reposa en la representación democrática, que a su vez, resulta de la voluntad
popular, es también sostener en contra de la realidad, otra de las grandes
contradicciones entre el poder del Estado, que se hace poderoso en contra de la
propia libertad del individuo que le dio vida. Se vive todavía la contradicción
entre Estado y nación, entre el poder del Estado y la libertad del individuo,
entre el organismo jurídico creado por la ley, expresivo de los intereses de
las fuerzas dominantes, y las necesidades de la sociedad total. Es el poder que
se recibe del pueblo para oprimir al pueblo. El Estado de derecho es el Estado
opresor que torna a la sociedad como fuente de recursos y le impone y reclama
coactivamente tributos, sin prestar el servicio público a que está obligado. En
lugar de ser el Estado un ente tutelar de la sociedad, al que acudiese el
ciudadano para recibir ayuda o protección, es más bien temible adversario del
ciudadano, que no solo utiliza la ley, sino la propia fuerza contra el pueblo
que le dio vida. El Estado es el hijo que se levanta contra el padre.
La ley que el
Estado utiliza, que teóricamente nace de la voluntad popular a través de sus
representantes, como instrumento de autocontrol del propio Estado y de la
sociedad, no expresa la voluntad de la sociedad cuando no atiende sus
necesidades. Los representantes después de recibir el voto no representan más
al mandante. Actúan por consigna de partido, en favor de los intereses
personales o de grupo. Y el mandante no tiene siquiera como en el más vulgar de
los mandatos la facultad de revocar la representación. El mandatario dispone de
la voluntad del mandante al amparo de aquella norma constitucional que no hace
imperativo su mandato. Decir que la ley nace del pueblo es también otra
inexactitud, cuando el pueblo es utilizado a través de los mecanismos
electorales hasta el momento del voto; después es olvidado cuando la demagogia
electoral ha cumplido su propósito.
Gran parte de
las leyes son injustas por obsolescencia, parcialización o destino represivo.
Muchas leyes no marcan el paso del tiempo y la evolución social, han perdido
eficacia normativa y se hacen injustas. La ley que solo regula las relaciones
sociales de los grupos aculturados y deja fuera de su tutela las relaciones de
grandes nacionalidades quechuas, aymaras o selvícolas, es injusta por parcial.
No es ley de validez universal. Tampoco lo es cuando está dirigida a atender
las relaciones de determinados grupos políticos o económicos a los que concede
el uso de los bienes que debieran servir a la atención de las necesidades
sociales. Las Naciones Unidas reconocieron el derecho de los pueblos sobre sus
riquezas naturales y establecieron que su destino debía satisfacer sus
necesidades. Sin embargo, el Estado, que nace de la voluntad popular actuando
en contra de los intereses del pueblo que le dio vida, entrega las riquezas
naturales a la voracidad de las transnacionales, que después de años dejarán
solamente cascos vacíos y mayor miseria.
Pero la ley es
más injusta cuando es represiva del pensamiento renovador o de la protesta
contra el privilegio o el delito en agravio del Estado. Cuando responde con la
cárcel o la muerte al reclamo de las masas empobrecidas que cotidianamente
reclaman contra la discriminación, el privilegio, el negociado, o el
prevaricato de los altos mandos sociales. El instrumento ordenador de la
sociedad resulta instrumento de injusticia, del abuso del poder, de la
opresión, si acaso no lo es de un estado delincuente.[1]
La ley injusta, es fuente de desorden social.
Sin embargo,
de que existe un poder jurisdiccional que ejerce parte del poder del Estado
para administrar justicia, de que diecinueve Facultades de leyes preparen más
de cuarenta mil abogados, no podemos hablar de justicia. La inseguridad es la
constante característica de la vida del hombre. Expresión de la justicia
debiera ser la seguridad de la existencia, que constituye la libertad de vivir
con dignidad y sin temor. Solo se puede hablar de libertad cuando se tiene
seguridad de existir y cuando el Estado creado por la sociedad para su
autocontrol, garantice y defienda la seguridad del ciudadano. Ni de libertad,
ni de seguridad podemos hablar en el Perú. Se vive en constante zozobra; el
atentado podrá consumarse en cualquier momento. El temor restringe la libertad,
que ya no es libertad. La inseguridad es la quiebra de la libertad. Si el
atentado se consuma, el hombre se siente en el más absoluto desamparo, ante la
presencia cobarde de los ciudadanos, y la indiferencia o silencio de las
autoridades, muchas de ellas implicadas. ¡Cuánta soledad en este bosque de
hombres! ¡Cuánto desorden en este mar de leyes, funcionarios y autoridades, que
no gobiernan, ni organizan nada! ¿De qué le sirve al individuo haber creado al
Estado? ¿No es acaso que fue su criatura para protegerlo? ¿Dónde está la
justicia proclamada por leyes e instituciones? El desamparo social frente al
delito, la complicidad con el crimen o con cualquier forma de inmoralidad, es
otra de las muestras de la crisis del orden social y de la justicia. Un pueblo
que carece de justicia no puede vivir en orden social.
La
descomposición moral de la sociedad tiene caracteres alarmantes. La podredumbre
moral ha invadido el cuerpo social y ha comprometido sobre todos sus órganos
vitales y más sensibles: a los mandos sociales. Es franca la convivencia
delictual entre autoridades y delincuentes avezados. Las autoridades asaltan al
Estado y se apoderan de los bienes del pueblo, en nombre del pueblo. Asaltan a
los ciudadanos, los despojan, los hieren, los matan, los secuestran y
extorsionan utilizando la angustia para el logro de la recompensa. El hombre
que vive en esta sociedad no puede considerarse tutelado por el Estado. Tiene
el Estado de enemigo, adversario cruel que no solo lo utiliza para arrancarle
tributos sino que le arranca bienes jurídicos más importantes como el sosiego,
la libertad o la vida.
La
indiferencia de las autoridades es de tal magnitud que los ciudadanos ya no
utilizan el petitorio escrito o verbal. Para ser oídos deben recurrir a la
prensa a la que aportan fuertes ingresos por la publicación de memoriales,
pliegos de reclamos sindicales, comunicados. La demanda popular ya no es objeto
de petición regular y silenciosa. Necesariamente ha de ser pública, como
denuncia y como pedido. Sin embargo, la insensibilidad de funcionarios y jueces
es tal, que también se han familiarizado con el petitorio público, sin que esto
altere en lo más mínimo su apacible indiferencia.
El Poder
Judicial en manos de magistrados considerados probos, mira sin inmutarse el
desarrollo e incremento del conflicto social. Vive muy bien su papel de árbitro
en la contienda, si es que acaso no ha prevaricado y participa del conflicto.
La justicia se ha prostituido. Se logra en relación directa con la fortuna del
reo. La discriminación por razón de raza, condición social o fortuna, imprime
carácter al proceso en el que se hace trizas la declamada democracia procesal.
No es cierto que las personas sean iguales ante la ley y que las partes tengan
igual derecho en el proceso. El proceso en la sociedad capitalista, tiene todos
los caracteres de cualquier actividad lucrativa. La vida se extravía de tiempo
y de angustia en los denominados palacios de justicia, que parecieran
deliberadamente construidos como laberintos donde debe perderse necesariamente
la justicia. Ni el abogado, ni el magistrado entienden de conciliación. Se
sigue pensando con torpeza, que la abogacía es menester para ganarse la vida
multiplicando pleitos. Concepción de picapleitos, concilia perfectamente con la
mentalidad conflictiva de esta sociedad en tránsito degenerativo. Los abogados
olvidaron que su misión no es crear conflicto, sino evitarlo. La abogacía debe
ser ministerio pacificador de la sociedad, destinado a liquidar el conflicto,
devolver paz a los espíritus y bienes, tiempo y sosiego al desarrollo social.
No se sabe de causas conciliadas y decididas por los saludables caminos de la
autocomposición o de la transacción. La Ley Orgánica del Poder Judicial, autoriza
el comparendo de conciliación en cualquier momento, pero de sus disposiciones
nadie se hace eco, y menos los pinches de escribano, en cuyas manos se deposita
su ingente trascendencia. Se espera indiferente que la sentencia componga el
conflicto de intereses, después de largos años de juicio, fuertes desembolsos
de dinero y la angustia por el destino del proceso que estremece hogares por
generaciones. El proceso es una terrible enfermedad social que hace daño en el
tiempo, el patrimonio y el sosiego. ¡Cuánta vida no existe acumulada en las
toneladas de infolios que guardan escribanías y archivos de ministerios! Si el
tiempo y el patrimonio gastado en el conflicto se hubiese destinado a construir
otros bienes, seguramente tendríamos resueltos problemas de vivienda, vialidad
o educación. El conflicto es adversario del desarrollo social. Consume el
tiempo que el hombre debiera destinar al trabajo, el patrimonio que el hombre
debiera dedicar a la creación de bienes y el sosiego con que el hombre debiera
concurrir a la transformación social. Liquidar el conflicto es pues una grave
responsabilidad social, una fundamental tarea histórica del abogado nuevo de
este país subdesarrollado. Algunos abogados temen recurrir a la conciliación o
a la transacción pensando que han de perder el honorario. Temor falso y
absurdo. El abogado que resuelve prontamente el conflicto gana prestigio y
honorario. Las tablas de honorarios de los Colegios de Abogados debieran
establecer que el más alto honorario corresponde al abogado que resuelva en más
breve tiempo el conflicto. El conflicto no le interesa a nadie más que a quien
vive de él.
El Estado cuya
soberanía emana de la voluntad del pueblo que se dice ente contralor de las
relaciones sociales, mira el conflicto social con la misma indiferencia con que
se mira el hambre, la ignorancia o el subdesarrollo. El conflicto es otra de
las expresiones elocuentes de desorden social. La sociedad en conflicto o cuyo
conflicto aumenta en vez de disminuir[2]
vive en permanente desorden social.
Pero en la
sociedad conflictiva no solo se emplean los procedimientos creados por la ley
para el reclamo del derecho, también se ejerce la violencia. No pocos al ver
frustradas sus pretensiones de justicia en manos de jueces venales, secretarios
y abogados que torcieron la verdad real, adulterándola en una verdad procesal,
buscaron hacer justicia por la propia mano. La violencia es también
característica del desorden social. No solo la violencia estructural que
desmiente la proclama constitucional de la igualdad de todos ante la ley, que
no es cierta, porque el derecho asiste a quien tiene fortuna, la educación
asiste a quien puede pagarla, la alimentación asiste a quien tiene dinero y
quien tiene bienes consigue vivienda. Para poder sobrevivir en la sociedad capitalista,
es imprescindible tener dinero. El que no tiene, rompe la violencia estructural
con la violencia delictiva o con la violencia política, reclama contra la
desigualdad social y encuentra la respuesta violenta del Estado que utiliza la
tortura, que ejecuta a las personas sin proceso, que arrasa poblaciones de
campesinos indefensos por haber prestado ayuda a los sediciosos, que maneja por
instrucción deliberada, el lenguaje de la devastación y el delito. Es un Estado
que pretende ordenar con el desorden, componer el delito con el delito, evitar
la muerte con la muerte. El Estado es el primer creador del desorden social.
Es pues
preciso destruir los falsos íconos. Ninguna rama de la ciencia del derecho es
indiscutible. Si lo fuese negaría su propio desarrollo y permanencia. Si los
juristas del siglo XX tuviesen que mantener inalterable la norma del medioevo,
no habrían tenido objeto ni las transformaciones sociales, ni las normas y los
principios del nuevo Derecho. El Derecho conservador ha pretendido hacer de la
Constitución una norma paradigmática de jerarquía superior a todas las demás,
inalterable e indiscutible. Este criterio atenta al propio desarrollo de la
ciencia. Cierra las puertas a la investigación y enerva el cambio jurídico. Si
bien es cierto que la norma jurídica brota del parlamento, el principio que la
inspira, que se basa en las relaciones que la norma organiza, lo formula la
Facultad de Leyes, donde la investigación socio-jurídica renueva los principios
y promueve el cambio. Por eso es importante que la investigación sea la
actividad primigenia de la cátedra antes que la profesionalización. Primero
habrá que crear la ciencia para después enseñarla. Y por eso también hay que
concebir la cátedra como unidad académica en que de consuno maestros y
discípulos, profesores y alumnos levantan el edificio de la ciencia. En esta
concepción unitaria de la cátedra, el trabajo científico debe reposar por igual
en profesores y alumnos. Al lado de la libertad del pensamiento y la libertad
de enseñar del maestro, estarán también las libertades de aprender y de
discrepar del alumno. La discrepancia del discípulo es tan importante como el
discurrir incesante de la ciencia. El enjuiciamiento crítico, el análisis y el
juicio discrepante del alumno promoverán a su vez el desarrollo científico, que
entonces enriquecerá sustentando la permanencia de la ciencia.
Si el discípulo no aprende a discrepar del maestro también la ciencia quedará detenida y debe ser consustancial a su esencia el constante enriquecimiento y transformación. Solo cuando la cátedra haya estimulado la discrepancia estudiantil y promovido la responsabilidad del discípulo, elevándolo al nivel de constructor de ciencia, se abandonará la triste costumbre de acudir a la copia que se repite triunfalmente en el examen. Es preciso formar al científico del derecho antes que al abogado. Hacer que el abogado sea también un intérprete científico del derecho. Que cuando interceda por los intereses del cliente lo haga con la seguridad que solo otorga la investigación científica. Después de todo, para ejercer la abogacía, ministerio de paz social, es preciso investigar el caso, investigar el derecho en que se subsume, e investigar la perspectiva del proceso. Es importante concebir la cátedra en que la doctrina nace de la investigación constante de las relaciones económicas y morales que el derecho regula. No se la puede concebir como la repetición servil de textos, doctrina y leyes ajenos. La cátedra que afirma sus raíces en la propia realidad social que el derecho organiza, basada esencialmente en la investigación, tendrá la fuerza suficiente para remover el lastre de los prejuicios y aceptar con entereza la dureza de nuestra realidad. La ciencia debe ser necesariamente crítica y más cuando es ciencia social de un país subdesarrollado. Por su tamiz crítico pasarán todas las leyes del Estado, empezando por la Constitución. Su naturaleza de valoración crítica de búsqueda fervorosa de la verdad impedirá que se repita dogmáticamente el precepto por el precepto: la ley es la ley, por un lado, y por otro promoverá la doctrina jurídica que sirva a la elaboración del texto que remueva las condiciones injustas en que vive la sociedad. Será entonces verdadera palanca de transformación social, instrumento de cambio. Si queremos que la universidad contribuya a remediar el desorden social, liquidar el conflicto y encontrar justicia, hay que hacer de la cátedra instrumento permanente crítico del derecho con que actúa el jurista. En esa tarea el profesor ha de ser creador del nuevo derecho, quien adelante los relojes de la historia y proporcione los principios capaces de conducir a los pueblos a la conquista de su bienestar.
Notas
(*) Artículo escrito por Carlos Cuadros Villena. Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad San Martín de Porres. Miembro correspondiente de la Federación Mundial de Trabajadores Científicos (Londres).
[1]
Del Vecchio escribió un interesante ensayo titulado El Estado delincuente.
[2] La reforma agraria de 1969 antes que disminuir el conflicto por la
tierra lo ha incrementado. Hemos señalado que en 1969 habían 15 212 conflictos
agrarios y en 1978, es decir, en menos de 10 años, habían llegado a 25 148. En
el mismo lapso no se habían conciliado 2000 causas, sin embargo, de la
trascendencia que tiene la conciliación en el proceso agrario. Carlos Ferdinand
Cuadros Villena. “El Procedimiento Agrario”. Publicación del Segundo Seminario
de Jueces de Tierras. Dic. 1978, pág. 144 y ss.
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